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México D.F. Lunes 19 de mayo de 2003

Hermann Bellinghausen

Nada es más lento que los retornos

La ciudad era tan vieja que ya no la recordábamos. Al menos, no así. Dejarla hace tanto debió parecer una desilusión, al principio.

Hay lugares del mundo que se abandonan con facilidad: ciudadas y campiñas capaces de expulsar, a patadas si es preciso, a quien albergue mínimas ganas de algo más. Pero hay lugares, como la ciudad, que hace rato tienen un imán enterrado en su ininterrumpida red de raíces; no es fácil irse, ni siquiera necesario. Quien haya viajado podrá decir que nada respira en el mundo que ella no posea.

¿Exagero? Por supuesto. Entratándose de ella, gana el antojo de ponerle una montaña de crema a los tacos, sin pudor. Ciudad de lo posible (o sea, lo que se puede soñar, temer, ejecutar, amar). Nadie entierra ya los ombligos de los neonatos: el arraigo reside en otra parte de los cuerpos. ¿El sexo? Tal vez. Ignoro cuántos sexos tiene la especie humana, pero me queda claro que son más de dos, muchos más, y que de todos hay aquí.

Las hay ciudad mozalbete, ciudad caballero, ciudad mendigo o gángster, ciudad cárcel, ciudad matrona. Ella es reina de los afeites: tan vieja como veníamos a encontrarla entonces, nos recibió rebosante de orgullosa juventud. Teponaxtles en las plazas, huelgas de hambre, vendedores de artesanías de la revolución. Entre místicos y burócratas, cajeras del Montepío y estudiantes de los tres turnos, acechaban un carterista, un deprimido, un violador. Costureras con el don de curar al contacto de sus dedos, lombricientos encantadores de serpientes, busconas y buscones, un zapatero descalzo, un albañil sin casa, un millón de licencias de chofer vencidas. Nuevos puentes, sombras eregidas en el altar del coche. Millonarios presa del temor, cuidadores de carro, paleteros, procesadores de datos, taxidermistas de viudas y gatos.

Prosaica como parece, espantosa como se le cree y ella misma se cree, vieja como es, conservaba húmedo el túnel que vuela en la imaginación. Las raíces la continuaban. Por eso nunca nos abandonó. Marcharnos de ella la reforzaba. La ciencia no ha descrito especímen humano que no encuentre aquí representación.

Su apetito de tiempo al irnos seguía tan voraz como siempre cuando volvimos. Al salir de los Cien Metros preguntaste por dónde, y yo te dije da lo mismo. Inocente de mí. Mi mochila pesaba el doble de lo normal, por la absurda fijación de cargar papeles por si acaso, libros, revistas, periódicos de anteayer.

Tomar o no Metro apenas cambiaba nuestra situación. Tarde o temprano caminaríamos. Tu falda era larga, colorida, algo ajada, y la venías pisando. El resorte de los calzones te asomaba por atrás, y el inicio de la línea de tus nalgas. Qué risa me dio, que memoriosa alegría. A ti no te importó que otros vieran. Con tenerme. Guiados por el hábito, enfilamos al sur. Nada cansa más que descansar veinte horas en un autobús, así que abordamos ligeros un vagón repleto de qué. De qué va a ser: de humanidad.

Luego de tanto viajar para encontrarnos, no me importaba perderte de vista unos minutos. En la pelotera del vagón, es lo que ocurrió. Creo que íbamos a la altura de Etiopía cuando entre los brazos, espaldas y bultos de la muralla de pasajeros te vislumbré en un rincón entre dos puertas. Reías, extremadamente divertida. ¿De qué? Del regocijo de sentir en ese instante como yo, que en realidad nunca nos fuimos. Que llegar es lindo y aquel, como todos los comienzos, no estaba mal. Quise que durara infinitamente ese día.

Nunca falta la eventual vulgaridad posterior de lo inevitable, ya ves: el final de una historia, el olvido de los tiempos intermedios. Pero en la ciudad de lo posible nada desaparece, lo que existió persiste en las aglomeradas raíces de su imán. Y sin embargo, se mueve.

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