México D.F. Sábado 17 de mayo de 2003
Javier Wimer
De Bagdad a La Habana
No es necesario pasar por alto el generalizado rechazo
a los recientes procesos de La Habana para defender enérgicamente
la soberanía de Cuba. Ambos temas están ligados porque el
gobierno castrista funda la dureza de sus acciones -tres fusilados y 75
sentenciados a prisión- en sus necesidades de seguridad nacional
y porque el gobierno estadunidense funda sus propias acciones en el papel
que se atribuye como supremo inquisidor y brazo secular de los derechos
humanos.
La derecha ha convertido en festín el acontecimiento;
algunos intelectuales pro castristas han disentido y otros se han enredado
en una polémica que tiene por horizonte la tolerancia que merece
un régimen socialista hostilizado por una gran potencia. Da vueltas
el tiempo y saca a la luz ideas que parecían suficientemente debatidas
y debidamente archivadas.
En 1947, Merleau-Ponty publicó su celebre ensayo
sobre humanismo y terror, que versaba sobre la violencia comunista y ponía
fin a una década de discusiones sobre los procesos de Moscú.
El libro afirmaba el valor insustituible de la libertad individual y acababa
diciendo que "un simple diálogo encierra indiviso todo el desorden
y todo el orden del mundo". Hasta aquí me quedé y no creo
que la vida me haya enseñado mucho más al respecto.
Considero
que los derechos humanos están por encima de la razón de
Estado o de partido y que no tendrían vigencia si su ejercicio se
dejara al arbitrio de césares todopoderosos o de pequeños
burócratas. Por eso estoy contra los procesos de La Habana, pero
también rechazo el intervencionismo estadunidense, que se filtra
por conducto de algunas instituciones internacionales. Y estoy contra las
maniobras que pretenden el aislamiento diplomático de Cuba mediante
la creación de mayorías artificiales en las organizaciones
de Naciones Unidas (ONU) y de Estados Americanos. Debe quedar en claro
que los votos en estos escenarios tienen una naturaleza esencialmente política
y no debieran servir para vulnerar el ya maltratado principio de no intervención
y para respaldar las aventuras bélicas del imperio.
El problema de los derechos humanos es complejo, pues
a pesar de los embates del neoliberalismo, los estados nacionales subsisten
y son, en muchos casos, los responsables de violar estos derechos y los
responsables de sancionarlos. El mejor ejemplo es la Comisión de
los Derechos Humanos de la ONU, que está integrada no por delegados
de organizaciones no gubernamentales, por expertos o magistrados independientes,
sino por representantes de estados cuya preocupación es la defensa
de sus propios intereses.
Los auditorios de Nueva York o de Ginebra donde se llevan
a cabo las sesiones relacionadas con la Comisión de los Derechos
Humanos fueron uno de los escenarios predilectos de la guerra fría
y, desde la caída del muro de Berlín, la arena donde se confrontan
Cuba y Estados Unidos. Hay, por supuesto, otros asuntos más graves:
las guerras en Palestina, Bosnia, Chechenia o Afganistán, pero ninguno
otro tiene como éste un carácter tan sistemático y
ritual.
En estos foros las delegaciones oficiales no tienen por
genuina prioridad la protección de los derechos humanos, sino su
aprovechamiento como materia prima de negociaciones políticas. Su
objetivo principal es sumar votos a favor o en contra de un gobierno, proponer
o rechazar proyectos, elaborar fórmulas más rotundas o más
ambiguas. Por eso no debe sorprender que, en el lapso de muy pocos días,
Cuba haya sido calificada negativamente y luego premiada con su relección
a este organismo, que parece tan despreocupado por el principio de no contradicción.
Las recomendaciones de la comisión -se acepten
de buen grado, a regañadientes o con escandalizado rechazo- sólo
tienen valor simbólico y son resultado de una estrategia cuyo objetivo
es acreditar o desacreditar a un sistema político o a un gobierno.
Pero sus recomendaciones y visitas de inspección tienen el valor
adicional de servir como sombrillas para encubrir o alentar acciones más
directas de intervencionismo; desde sanciones comerciales hasta rudas invasiones
militares, como ocurrió en el caso de Irak, que fue arrasado en
nombre de la seguridad internacional y de los derechos humanos.
Después de las dos guerras que ha emprendido Bush
y de las varias que tiene en cartera el aparato ideológico y técnico
que las prepara, resulta evidente que los únicos límites
que reconoce su vocación bélica son la voluntad de Dios y
la coincidente voluntad del pueblo estadunidense. Le gusta, como los buenos
sheriffs o jefes de pandilla, andar acompañado, pero si la
situación lo requiere actúa en solitario. De esta manera
refuerza su imagen de virilidad y de compromiso social.
La invasión a Irak siempre estuvo sujeta a un calendario
militar, no a uno político. El gobierno de Estados Unidos no pudo
probar que Hussein tenía armas prohibidas y perdió una batalla
diplomática que le ofreció en contrapartida la oportunidad
de inventar nuevos enemigos entre sus socios de la Organización
del Tratado del Atlántico Norte. Al día siguiente de la guerra
nada pasó y amanecimos todos en la cruda realidad de una nueva era
geopolítica.
Por el momento los estadunidenses están muy ocupados
por los asuntos de Medio Oriente y sus relaciones con Cuba son demasiado
complejas para que parezca probable una incursión militar contra
la isla. Pero de todas maneras las declaraciones del secretario de Estado
estadunidense, Colin Powell, en el sentido de que Fidel Castro caerá
por su propio peso, parecen anunciar acciones combinadas de propaganda
y de fuerza.
En estas circunstancias, a Cuba le conviene tener más
cuidado con la opinión pública, evitar desbordes retóricos
y fortalecer sus relaciones con los países latinoamericanos. A México,
restaurar el nivel que tenía su relación con La Habana antes
de los incidentes de todos conocidos y evitar que sus votos en los foros
multilaterales sirvan, por frivolidad o por oportunismo, para facilitar
las prácticas intervencionistas de Washington.
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