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México D.F. Miércoles 14 de mayo de 2003
Manuel Vázquez Montalbán
Vicente Rojo: memoria y geometría
Vicente Rojo pinta por cintas. Yuxtapone sobre un fondo
neutro -o que el chisporroteo del color va a convertir en tal- bandas paralelas,
finísimas, rectas o anudadas que a la vez subrayan y ocultan la
diagonal del cuadro y que por su variada impregnación remiten a
un léxico figurativo o, más bien, a su reverberación,
a su reconstrucción atomizada y brillante en la memoria.
Indispensable este texto del cubano Sarduy, uno más
en el catálogo editado por el Ministerio de Cultura de España
en 1985, reflejo de la exposición dedicada a Vicente Rojo bajo la
dirección de José Miguel Ullán. A través del
código geométrico reverbera el léxico que trata de
reconstruir la memoria atomizada y brillante... califica Sarduy,
yo daría más entidad a la expresión obsesiva.
Tenía ante mi consideración la obra de uno de los pintores,
Vicente Rojo, que más me habían conmovido y trataba ya no
de separar las causas biográficas de la conmoción,
sino de percibir cómo la memoria, ese relato interiorizado, puede
hacerse geometría.
Hijo de un militar republicano militante del PSUC (Partido
Socialista Unificado de Cataluña) y sobrino del general Rojo, el
más acreditado jefe de las tropas de la segunda República
que se opusieron al golpe franquista, Vicente Rojo nació en Barcelona
siete años antes que yo y emigró a México en 1947
reclamado por su padre que allí estaba exilado desde 1939. En México
volvió a nacer, dice, a la luz y a la esperanza después de
un tránsito terrible por una Barcelona oscurecida y sórdida,
especialmente para una familia vencida en la guerra civil. Es la misma
Barcelona que me evocó Gutiérrez Menoyo, el revolucionario
cubano de origen español, que vivió en su infancia atrapada
por la victoria franquista y necesitado el niño para sobrevivir
de pasar la gorra por los merenderos de la Barceloneta tras la actuación,
no demasiado afortunada, de un compañero de vida e historia, aprendiz
de vocalista, nombre autóctono que entonces recibían los
crooners. Reconozco aquella Barcelona, como reconozco mi grado de
exilio interior como miembro de una familia también vencida en la
guerra, encarcelado mi padre, también miembro del PSUC y oculta
nuestra disidencia como otras miles en los callejones del barrio chino,
a este lado de las fantasmales murallas de las Rondas, muchísimo
más allá el ensanche donde en el Paseo de San Juan, Vicente
Rojo adolescente esperaba la resurrección de la razón en
México. Mientras, yo leía Fabiola, a la luz del candil
o de una lámpara de carburo, siguiendo las pautas literarias de
las monjas de San Vicente de Paul, responsables de un colegio gratuito
en el que se albergaban niños que pregonaban con sus nombres -Liberto,
Aurora, Floreal- la frustrada posibilidad de vencidos santorales laicos.
Hoy aquel colegio, como otros referentes de aquella memoria, está
sepultado bajo el trazado de la Rambla del Raval y propicia el arranque
de la calle dedicada a la escritora socialista María Aurelia Capmany.
En Barcelona, Vicente Rojo había ido a la Escuela
del Trabajo o Escuela Industrial, donde aprendió a dibujar como
una estrategia esencial para ser un artista aplicado, grafista o
diseñador y al llegar a México aquellas aplicaciones lo convirtieron
en un muy valorado diseñador gráfico, pronto responsable
de las portadas de Joaquín Mortiz o de ERA, editorial de Neus Expresate,
catalana exiliada, responsable de ediciones de libros que nos permitieron
descubrir que Trotsky había sido un profeta desarmado o que el filósofo
español exilado Adolfo Sánchez Vázquez era el mejor
decodificador posible de la tensión multidialéctica, triangular,
entre ética, estética e historia. Como pintor, Rojo se convierte
en un artista muy apreciado e indispensable sobre todo a partir de su exposición
México bajo la lluvia y no hubo senior o junior de la inteligencia
mexicana que no lo reconociera como el auténtico innovador de los
referentes del muralismo épico, desde Paz a Juan Villoro, pasando
por Benítez, Monsiváis, Rulfo, García Ponce, Xirau,
Cardoza y Aragón, Monterroso. Rulfo reconoce que Rojo ha encontrado
sus propias reglas, y otro pintor, el español Antonio Saura escribe
un importante análisis descodificador de su pintura que relaciona
con el carácter testimonial del arte, como también
puede implicarse en lo testimonial el experimento estético de Dau
al set o de El Paso. Comparten el descubrimiento español
de este artista mestizo, Max Aub y José Miguel Ullán que
poetiza el encuentro.
Escarba sin adioses la mirada
en la oscura memoria
(iniciales del alba):
v.r.
para hallar el pañuelo de motivos
empapado.
Saura, un miembro de El Paso, reconoce en Rojo
la singularidad de su pensamiento pictórico y que la pintura
habla, porque está cargada de significaciones previas al instante
creativo. A través de Klee, Nicholson, Dubufet, Tapies, tan citados
por el propio Rojo, ha ido construyendo una poética que Juan Bufill
vincula a la abstracción geométrica y al ensimismamiento,
pero opuesta al minimalismo porque se trata de una... abstracción
alimentada con recuerdos. El propio Rojo revela que la estrategia geométrica
le permite organizar las cosas para que sean mejor que lo que eran y no
se equivoca el poeta Angel Crespo cuando aprecia en sus cuadros un nuevo
aspecto del realismo, el realismo como revelación y como alternativa
a lo realista. La pintura de Rojo es aparentemente laberíntica
en sus diferentes compendios evolutivos: Señales, Negaciones,
Recuerdos, México bajo la lluvia, Escenarios, Códices, Volcanes,
Pirámides, o en libros y carpetas compartidos con escritos de
Paz, José Emilio Pacheco, José Miguel Ullán, Alvaro
Mutis, Sánchez Robayna, pero el laberinto no propone la desazón
de la claustrofobia, sino un descubrimiento, sea un laberinto de jardines,
ciudades o volcanes porque esos jardines, ciudades o volcanes de Vicente
Rojo legitiman la pretensión de Octavio Paz: "No hay más
jardines que los que llevamos dentro".
La geometría se convierte en materia viva porque
propone escenarios especulativos de la evocación y la casa del
pasado, escribió Bachelard, es una geometría de ecos.
Como en todo escritor o artista, la creatividad de Rojo propone una realidad
alternativa a lo real, rechazo original a lo real opresivo de la geometría
reticulada de la Barcelona de la posguerra civil y que el autor ha convertido
en caligrafía, como Miró convirtió en caligrafía
las vacuolas de una realidad descompuesta o gaseosa. Frecuentemente ahora
Vicente Rojo regresa a su ciudad natal y le ha descubierto una luminosidad
supongo yo que democrática o al menos contraste de la penumbra ensangrentada
de los años 40. Si en la mirada de su memoria la primera geometría
es la retícula racional humillada del ensanche burgués oscurecido
por la crueldad, luego asume la luz de la catarsis junto a esa policromía
mexicana, a manera de ritmo colorístico sostenido por cuadros, rectángulos
y trapecios, pieles de volúmenes geométricos sorprendentemente
vivos o animados, indispensables para una propuesta humanista, aunque deshabitada
de la representación humana.
Cuando se le propone la evidente relación de su
pintura con lo geométrico, Rojo responde muy lúcidamente:
"me gustaría que la geometría no se notara" y añade:
"para mí la geometría es como una estructura interna" o,
dicho de otra manera, se trataría de encontrarle un orden al laberinto,
la misma proposición que mueve al filósofo o al escritor
a ordenar el caos de lo real mediante la lógica o el lenguaje. Y
la geometría no se nota porque consigue la finalidad de ser alternativa
a cualquier otra formalización de vocación o de alma. Alberto
Blanco al referirse a los volcanes pictóricos de Rojo dice que son
a la vez cráter y pupila, como si la expresión material de
la catástrofe estuviera en condiciones de observar nuestro desconcierto.
El texto aquí presentado forma parte de Geometría
y compasión, ensayo publicado por Editorial Mondadori
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