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México D.F. Lunes 12 de mayo de 2003
Hermann Bellinghausen
Tíos y tías
Hubo un tiempo poblado de tíos. Salían de los lugares y circunstancias más inesperados. Y proliferaban. Una espiral centrífuga, eso eran. Había un primer círculo de tíos y tías que acreditaban familiaridad, pues compartían alguno de los cuatro primeros apellidos. Sumar a estos, que ya eran muchos, sus respectivos(as) cónyuges, y los divorcios, que siendo escasos dejaban una estela de tíos y tías por así decir supernumerarios.
Los vecinos que devenían conocidos, más los vecinos que eran parientes, los "amigos de la familia" (un género confuso), los colegas de mi padre (sus esposas, etc.), las miembros del círculo de oración o no sé qué de mi madre, o sus compañeras de la clase de arte. El veterinario, que para mí era muy importante, y el cardiólogo que checaba la presión de los mayores antes de que se les hiciera tarde. Puros tíos.
Los usos y costumbres de la clase media hicieron que los papás de los amigos y amigas de nosotros los niños se empezaron a llamar tíos.
Existía un background de visitantes de lugares inalcanzables como Nueva Zelandia, Lugano Montagnola, Palm Springs, Valparaíso y hasta Manchuria. Más de una ocasión, algún desconocido llamó desde el aeropuerto, a punto de abordar el avión de regreso a su país, para decir que encontró el nombre en el directorio, y con sus últimos quintos mexicanos llamaba por curiosidad.
Un número considerable habitaba en la correspondencia, ese territorio del eterno retorno donde no necesariamente los lazos llamados "sanguíneos" resultaban verificables en el remitente. Era el caso de los pen pals de mi padre, desde joven coleccionista de timbres y amigos postales, algunos de los cuales nunca conoció personalmente pero a fuerza de compartir fotos de hijos, nietos, vacaciones y navidades, eran nombrados con la sacralidad que se otorgaba a los tíos importantes.
Los que hacían acto de presencia demandaban rituales, ceremonías, niño-ven-a-saludar, carantoñas agotadoras. Si venían el cardiólogo o el doctor Tono Osio, no quedaba sino desaparecer en los dobleces ocultos de la azotea, los roperos de cedro o las cortinas duras de los confines domésticos; el garage era mal escondite, siempre te encontraban. De lo contrario formabas valla en el corredor mientras lo cruzaban el médico, maletín crujiente y bata blanca almidonada, y te tocaba la cabeza con la punta de los dedos, igual que un obispo.
Quiero hablar de las balas perdidas, tíos para quienes las puertas no siempre estaban abiertas; solían ser los que sabían mitología griega, amaban la ópera o platicaban de Diego y Frida (por ejemplo Machila Armida, tía super-supernumeraria). Una dimensión trágica de cárceles, manicomios, abandono, hospitales públicos y caridad pública les confería una atrayente fuerza frágil.
Luego los gorrones, parientes o no, que se daban sus vueltas a ver qué caía. Los que llegaban de visita y se quedaban a vivir meses. En Guanajuato y Zacatecas hubo mata de tíos, que pronto proliferó hacia Guadalajara por diversos motivos.
Un sector 'persinado' lo formaban madrinas y padrinos, algunos de los cuales, sin ser familia, nos llevaron a bautizar; el antecedente les confería titularidad, extensible a sus respectivos hermanos, cuñadas y maridos.
Vaya turba agotadora de gente confianzuda. Todos se sentían con derecho a pellizcar el cachete o darles consejos reaccionarios a nuestros padres. Me la pasaba escatimando besos y respetos en mejillas y manos de tíos y tías que no se los merecían.
Estaba tan siquiera la tía joven y cosmopolita que un día me explicó liberadoramente que las conejitas de Playboy no son putas sino muchachas guapas, tan orgullosas de su cuerpo que se animan a compartirlo con el mundo. Pero qué tal la tía que nunca ví sin un rosario de nácar entre las yemas.
Aquel tropel pesaba sobre la servidumbre, que los detestaba. Ay Arcángela, tráime un vaso de limonada, con hielo si me haces el favor. A ver Anastasia, ven a trapear aquí que Ponchito se hizo popó. Siempre hubo la tentación de "prestarse" la servidumbre (origen de traiciones y celos sin fondo). Se daban suplencias, y la sirvienta de la tía tal ocupaba unos días el puesto de Anastasia que debió ir a su pueblo; Arcángela, toda cortada, no se atrevía a celebrar los chistes de Trespatines en el radio.
Algunos cuántos tíos acompañaban, eran leves. Como aquel hermano mitómano de mi madre, bromista genial, que lo único que reclamaba era público. Y aquellos que pasaban como langostas, hablando mal los unos de los otros y echándose la culpa de las cosas más idiotas.
Bueno, sólo me resta decir que en ese tiempo hoy congelado, hasta el presidente de la República era tío; primo hermano de la abuela; algo así como un dios lar, lejano pero cierto, a quien nunca vimos en persona. Uno más de los cuantiosos tíos y tías que demandaban un acto de fe para existir.
A cerca del cien por ciento no he vuelto a verlos. Olvido, y no guardo rencores. Al contrario, les agradezco la certidumbre de que el mundo es clínicamente interesante, ancho y ajeno, caja de Pandora o casa de la risa. Los considero asignatura obligatoria en la escuela de la vida. Pero, Ƒtantos?
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