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México D.F. Miércoles 7 de mayo de 2003

Arnoldo Kraus

El rostro

Miramos, la mayor parte del tiempo, sin saber qué miramos. Ni qué es lo que miramos y ni siquiera qué miramos. Basta reconocer lo propio, y algunas esquinas de lo ajeno, para deambular en el día a día y para no chocar con el mundo ni con uno mismo. Evocar lo propio y lo externo puede ser suficiente para sobrevivir. Con suerte nos reconocemos, y en ocasiones, por medio de los espejos, nos sabemos. Algunos, como los gatos, se aterran cuando ven su imagen en el espejo. Otros, como Narciso, se enamoran de su persona al verla reflejada en el agua o en otros sitios. A pesar de que la vigilia implica apreciar, escrutar, otear, las más de las veces observamos lo extraño y lo propio, sin conciencia, sin memoria. Vemos el mundo, manoseamos la vida, percibimos el tiempo, miramos rostros, muchos rostros, y, ¿qué queda? ¿Cuántas caras cada día? ¿Cuántas faces cada semana?

Todos los días encontramos rostros nuevos y facies viejas. Cada día conformamos nuestro tiempo a través de guiños, arrugas, mohínes, expresiones, lágrimas, tics, movimientos, ojos, bocas. Muchas veces no es necesario ver la cara para verla: basta la voz, la letra, el mail, el recuerdo, el deseo. Sobre todo cuando el deseo de la imagen es insaciable, o cuando el deseo se desborda al pensar en el rostro del otro. El rostro palpable, y el impalpable, conforman nuestra existencia, nuestra experiencia, la libido.

Nos sabemos, muchas veces, por los rostros de los otros, por las muecas de los otros y por las emociones de los propios. Nos palpamos, también, cuando las caras de los otros, al mirarnos, expresan aquello que creemos, lo que ignoramos o lo que sabemos pero deseamos olvidar. Los rostros son una suerte de compendio donde lo no propio puede volverse propio y lo propio persona. Pueden, también, ser el portavoz de lo externo, las voces de otros hombres y de otras mujeres, de lo humano del ser humano. Pueden, ser a la vez, las memorias de lo inhumano del ser humano -las fotos de las guerras, los textos sobre los desaparecidos, los cuerpos mutilados.

Los rostros hablan, preguntan, informan, confrontan. La inmensa mayoría de las veces los miramos sin percatarnos del significado de sus expresiones, sin siquiera advertir que en muchas ocasiones toda la información con respecto a una persona está contenida en su faz. El cine mudo era y es un gran ejercicio del poder de las muecas y de la trascendencia de las expresiones faciales: el texto está contenido en los ademanes, en las arrugas voluntarias e involuntarias, y en el movimiento de una boca que no habla, pero que sí dice. Los textos del cine mudo son duales y quizás mejores que los actuales: a los actores les correspondía actuar y al público escribir las conclusiones y continuar la historia. Ese ejercicio ha desaparecido, es historia. El cine mudo de ayer es el rostro silenciado de hoy. ¿Logramos, en estos tiempos, leer las vidas contenidas en los rostros? ¿Cuántas fisonomías cada día? ¿Cuántos encuentros en la oficina, en el consultorio, en la vida del día a día?

El rostro no es estático. Cada cara tiene muchas caras y cada visaje muchos vericuetos. Es como la piel del diván del sicoanalista: arrugada, tatuada, sufrida. Leer caras es un gran ejercicio y una escuela compleja. Los enfermos son muestra inmejorable de esas mutaciones. Sobre todo los semblantes de los pacientes que cambian su fisonomía conforme avanza o retrocede la enfermedad. Muchas veces puede ser suficiente observar para diagnosticar, y escuchar para decidir. Quizás por eso Emmanuel Lévinas aseveraba que, "rostro y discurso están ligados. El rostro habla. Habla en la medida en que es él el que hace posible y comienza todo discurso". Como en el cine mudo cuando el rostro habla, o como en las fotos de las guerras, cuando los padres cargan los cuerpos heridos de los vástagos. En estas, y en muchas otras circunstancias, el rostro tiene un discurso propio y el discurso una cara exacta, indispensable, ora hambrienta, ora tranquila. Mirar y leer las facies es un ejercicio moral y una urgencia contemporánea.

Los rictus de cualquier persona revelan una serie de historias que solemos no leer. Sea por prisa, sea por la modernidad, sea por el enajenante ascenso de los medios, sea por inmoralidad, en estos tiempos, la mayoría de las personas desconocen el alfabeto de las caras. Tiempos ruidosos es la consigna. Tiempos sin caras es la realidad. Si de poco o nada sirven las palabras, quizás, la lectura de los rostros pueda restañar tantas heridas.

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