MAR DE HISTORIAS
Tacita de plata
CRISTINA PACHECO
Hace años que me reúno con mis amigas el último jueves de cada mes. Optamos por ese día para que nuestros encuentros no interfirieran con la vida familiar. La comida se prolonga hasta la cinco de la tarde pero nos despedimos mucho después: los agradecimientos y los planes para la próxima cita nos toman por lo menos media hora.
Nos turnamos el papel de anfitrionas. Hoy le tocó a Mercedes. La encontré muy desmejorada y le pregunté por su salud. "Estoy bien. Lo que sucede es que redecorar la casa me ha costado muchísimo trabajo".
Antes de sentarnos a la mesa Mercedes nos hizo un recorrido. En cada rincón vimos detalles encantadores: lamparitas, esquineras, adornos, plantas. Cuando regresamos a la sala tuve la sensación de haber estado en el escenario de un teatro a punto de inaugurarse. El pensamiento me desagradó.
Terminada la reunión Andrea me llevó a casa. Durante el trayecto elogió la capacidad y el buen gusto de Mercedes: "Todo está como debe ser. Las perillas de las puertas y las llaves del agua šrelucen!"
Relucen. Esa palabra me golpeó en el pecho y la repetí en un tono ambiguo. Andrea me miró con el rabillo del ojo: "No me digas que no te fijaste". Sonreí y ella suspiró: "No sé si vale la pena tanto esfuerzo por mantener impecable una casa desierta". "Tiene hijos y marido". Andrea se aferró al volante como si quisiera arrancarlo: "šPero nunca están con ella! En el tiempo que llevamos de venir a su casa, Ƒlos has visto alguna vez?"
Presentí que Andrea quería compartir conmigo una sospecha y evité que lo hiciera: "No y francamente no me extraña. ƑQué tanto puede interesarles una reunión de viejas amigas que siempre hablan de lo mismo". Andrea cedió: "Tienes razón. Estoy diciendo tonterías. Creo que el vino se me subió".
Le propuse tomarnos un último café, en mi departamento. Por fortuna aceptó. De otro modo yo habría cedido a la tentación de regresar a la casa de Mercedes para aconsejarle que no cayera en el error que yo cometí.
No fue mi intención ser descortés con Andrea. En cuanto terminó de tomar el café y dijo "ya es tarde" me levanté para acompañarla a la puerta. Enmendé a medias mi brusquedad: "Me hablas para saber que llegaste bien".
Necesitaba estar sola y enfrentarme a los recuerdos revelados a la luz de tantos detalles encantadores en casa de Mercedes. Me vi reflejada en ella: mascilenta, insegura como un animal que busca mendrugos y evita el peligro. Tomé un florero y lo estrellé contra el suelo. El aire se llenó con el olor del agua podrida.
Mi estúpido acto de rebeldía no bastó para acallar los recuerdos. Era mejor enfrentarlos y luego almacenarlos otra vez en el pasado. Eso también era una escenografía, sólo que estaba hecha pedazos, inservible para cualquier representación. La idea me aturdió y sin darme cuenta me senté en el mismo sillón en que, cinco años atrás, esperaba el regreso de Iván. II
Cada noche Iván se tardaba más en volver. Al principio se justificaba con razones complejísimas. Aunque eran absurdas y contradictorias nunca le hice recriminaciones. Mi silencio era una forma de corresponder a su esfuerzo para no lastimarme.
Sus ausencias me inquietaron más desde que llegó al punto de recurrir a inventos grotescos: "No vine a dormir porque se me quedaron las llaves en la oficina y no quise despertarte". Con la boca seca, me atreví a preguntarle: "ƑPor qué no me llamaste por teléfono? Así habría podido dormir. Acuérdate de que me levanto muy temprano para irme a trabajar y dejarlo todo listo".
Su respuesta fue brutal: "ƑQué dejas listo? Nunca comemos en la casa y por la noche tomamos ensaladas o pasta de paquete. No te lo reprocho. Después de todo lo que trabajas en el laboratorio no voy a exigirte que hagas grandes platillos para la cena". Me odio al recordar la voz temblorosa con que le pregunté: "ƑEso te gustaría?" Levantó los hombros, me revolvió el pelo como si acariciara a un perro y dijo: "Tengo sueño".
Iván se durmió enseguida. Me quedé rígida, pensando en la forma de reconquistarlo o al menos conseguir que sus excusas volvieran a significar una reflexión, unos minutos dedicados a mí aunque no estuviera conmigo.
Por la mañana me presenté en la oficina de la doctora Aceves. Teníamos una excelente relación de trabajo, así que fui sincera: "Hay problemas en mi casa. Ya no podré venir al laboratorio todos los días". Me miró desconcertada: "ƑEntonces...?" Le expuse mi plan: "Puedo seguir corrigiendo la literatura médica en mi casa, sacar las valoraciones de las encuestas. Vendré a entregarle el material una vez a la quincena".
La doctora Aveces se me quedó mirando. Imaginé lo que iba a decirme y me le adelanté: "Entiendo que no ganaré lo mismo pero estaré más tiempo en mi casa". Ella permaneció en silencio y yo agité los brazos en el aire, amenazándola: "ƑMe está escuchando? ƑComprende lo que le digo o tengo que ser más clara?" Me cubrí la cara con las manos y lloré.
La doctora Aceves no intentó calmarme. Cuando me tranquilicé le agradecí su actitud. Ella me sonrió: "A todas nos suceden estas cosas. Es mejor que vayas a trabajar. Veré cómo puedo ayudarte". Inclinó la cabeza y mientras ordenaba los objetos en su escritorio habló sin mirarme: "Quedarte en tu casa no significa que él vaya a hacer lo mismo. Piénsalo". III
Una semana después regresé a mi casa con el primer lote de materiales para corregir. Desocupé un cajón y los guardé allí. Quería darle a Iván una sorpresa y hasta imaginé que lo celebraríamos.
Iván llegó tarde. Fingí no darme cuenta y corrí a su encuentro: "Tengo que decirte algo: de ahora en adelante tendremos más tiempo para nosotros". Su expresión se alteró y lo tranquilicé explicándole mi nuevo método de trabajo: "Haré todo en casa y sólo tendré que ir al laboratorio una o dos veces a la quincena. ƑNo es fantástico?"
Sin prisa, Iván se quitó la corbata, se desabrochó la camisa y se cruzó de brazos: "ƑTe van a pagar lo mismo?" Le dije que no y le expliqué cómo iba a compensar ese déficit: "No gastaré en transportes ni en comida y tú tampoco en ir a restaurantes. Imagínate, tendré tiempo de cocinar. Después de tantos años de no hacerlo, me parece un lujo. ƑLo celebramos?" Serví dos cubas. Sólo yo bebí.
Los primeros días en casa fueron muy difíciles. No sabía cómo organizar mi nueva vida. La corrección de los materiales me dejaba mucho tiempo libre e ignoraba qué hacer con él, excepto esperar las llamadas de Iván o su regreso. El siguió demorándolo pero ya no lo justificó. Era como si, en mi nueva condición, yo no tuviera derecho a sus explicaciones.
Me impuse silencio y decidí convertir la casa en un sitio tan especial como para que Iván deseara estar allí. Cambié muebles, pinté paredes, hice cortinas, adorné cada rincón, siempre con la esperanza de que Iván apreciara mi esfuerzo. Cuando todo estuvo impecable me sentí otra vez colgando sobre el vacío. Entonces me aferré a las perillas y a las llaves: las pulí hasta que resplandecieron.
Eso me tomó toda una tarde. Cuando Iván volvió por la noche le pregunté: "šNotas algo?" El se volvió desconcertado en todas direcciones: "Fíjate bien, mi amor", le supliqué. Me contestó con una brutalidad: "Mejor dime qué debo ver". Me avergüenza recordar la forma en que lo tomé de la mano, lo llevé al baño y le mostré las llaves del agua. "ƑQué tienen?", me preguntó enfadado. "šRelucen!" El parpadeó: "Bueno, sí, relucen Ƒy qué?"
No contesté. Me quedé llorando en el baño limpísimo mientras Iván se iba para siempre.
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