La mayoría, heridos tras la guerra por
artefactos explosivos de los invasores
En hospitales insalubres de Bagdad convalecen cientos
de niños mutilados
Algunos médicos armados vigilan los nosocomios
para ahuyentar a los saqueadores
PHILL REEVES
Bagdad, 26 de abril. A cualquiera que haya visto
las noticias por televisión la semana pasada se le perdona que crea
que el conflicto en Irak es un asunto concluido y archivado, y que tras
la pérdida de 160 soldados estadunidenses y británicos, y
unos 5 mil iraquíes, tanto civiles como combatientes, se trata sólo
de una guerra breve y victoriosa.
Sí, sabemos que hubo daños colaterales.
Nadie podrá olvidar las aterradoras fotografías -publicadas
en todo el mundo- de Alí Ismail Abbas, de 12 años de edad,
el niño que quedó huérfano después que una
bomba estadunidense cayó sobre su casa. Sus brazos sufrieron quemaduras
de tal magnitud, que le fueron amputados.
El niño ha sido trasladado a Kuwait para recibir
tratamiento, después que varios periódicos hicieron llamados
para que su caso fuera atendido. Así, nuestras conciencias se han
curado. Ya podemos olvidarnos del resto de los iraquíes anónimos
que resultaron muertos y heridos. ¿En verdad podemos?
De hecho, un doctor iraquí me aseguró: "Hay
muchos Alí. En la televisión y los periódicos se mostró
sólo a un paciente, pero eso es el negocio del espectáculo.
Hay miles que sufrieron heridas muy severas, y miles más presentan
serios daños sicológicos".
Ciertamente, la guerra no ha terminado para Alí
Mustafá. Aún no perdía la vista cuando los tanques
estadunidenses ingresaron a Bagdad y cuando Donald Rumsfeld regañó
a la prensa internacional por prestarle demasiada atención al caos
y a la anarquía que había en las calles de Irak, porque no
hablaban lo suficiente del hecho de que el pueblo iraquí había
sido liberado de un vil dictador. Ahora Alí se retuerce de
dolor en un hospital repleto de moscas en Bagdad. Su único consuelo
es sentir las caricias de su madre, Munar, quien está sentada con
las piernas cruzadas sobre la cama metálica, envuelta en su chador
negro, tratando desesperadamente de calmar el miedo y la agonía
de su hijo.
Esto
no es fácil para ella. No puede tocarle la cara, porque las únicas
partes visibles son un mechón de cabello y la barbilla, cubierta
por tres enormes ampollas rojas. El resto de la cabeza está envuelta
con vendas, y gran parte de su cuerpo se observa golpeado, lastimado. Para
empezar, no es que ese cuerpo fuera muy grande. El niño tiene sólo
cinco años.
Tampoco ha terminado la guerra para Hanán Yusfieh,
una niña de 11 años que perdió el pie izquierdo el
15 de abril. Cuando estaba pastoreando sus ovejas, con su báculo
golpeó un artefacto explosivo. Otra bomba destrozó el hombro
y brazo izquierdos de Alí Mahdi Kathum, de 12 años de edad.
El y sus amigos encontraron el artefacto en la calle, el 19 de abril. Aún
no le han dicho que la explosión mató a su primo y a dos
de sus camaradas. Mohammed Sabbah, de 13 años, recogió una
granada en la calle, el pasado viernes, y el estallido destruyó
la mayor parte de su mano derecha. Hay muchos casos como éstos y
ninguno tendrá la oportunidad de obtener un tratamiento de primera
en Kuwait como el famoso Alí, quien perdió los brazos.
Estos son niños cuyas heridas no aparecerán
en los periódicos del mundo, pero cuyas vidas estarán marcadas
por espantosas cicatrices de las que ellos no tuvieron ninguna culpa, a
no ser la tendencia natural de los niños a ser curiosos y juguetones.
Todos sufrieron mutilaciones después que los combates entre las
fuerzas estadunidenses e iraquíes terminaron, después que
el presidente George W. Bush anunció que estos pequeños eran
libres y que ahora comenzarían mejores tiempos para ellos.
Alí Mustafá fue víctima de una explosión
el pasado 14 de abril, porque él y sus hermanos se pusieron a investigar
un objeto extraño que apareció en su jardín. El estallido
también quemó y destrozó la cara a su hermano mayor,
Yassin, de 13 años, e hirió también a su hermana Sanab,
de 15. Todos están en hospitales de Bagdad. "Yo sólo escuché
una explosión, una explosión muy fuerte, y eso fue todo",
dice Munar mientras trata de refrescar el cuerpo de su pequeño hijo
con un abanico de plástico verde. El yace ahí, retorciéndose
inquieto e infeliz sobre una sábana áspera, en un cuarto
miserable. Los hospitales iraquíes no son lugares acogedores.
El expediente médico de Alí señala
que el niño quedó ciego y con lesiones graves en el pecho
y las cuatro extremidades, y que además sufrió daños
en el tejido cerebral. El dictamen médico afirma que esto fue provocado
por una bomba de racimo, artefacto que los estadunidenses han admitido
haber usado y empleado libremente desde la guerra del Golfo de 1991, pese
a que el uso de estas armas en zonas civiles está prohibido por
la ley internacional.
Se supone que esto es muy difícil de comprobar.
Pero el doctor Emad al Mashadani, cirujano en jefe del Hospital Académico
Kadhimiya, donde está internado Alí, dice no tener duda de
que ésta fue el arma que hizo el daño. Tampoco tiene duda
de ello el padre de Alí, Mustafá, quien es obrero.
El es un hombre fornido y de rostro amable que no siente
odio hacia los estadunidenses y los británicos, como uno esperaría,
dadas la circunstancias. Se limita a señalar humildemente que "usan
armas raras". Pareciera que no quiere decir nada que pudiera arruinar la
eventual posibilidad de que alguien ayude al niño. "Sólo
quiero algún tratamiento para él, ayuda de cualquier lugar
del mundo, para que pueda ver de nuevo".
Su hijo es uno de muchísimos niños que yacen
sufriendo en los hospitales de Bagdad. Y es seguro que habrá muchos
niños más en las mismas condiciones, en vista de las enormes
cantidades de municiones y bombas abandonados en las calles, mientras las
fuerzas estadunidenses hacen muy poco para advertirle a la gente y, sobre
todo, a los niños que no las toquen.
El pasado lunes, Jay Garner, el general estadunidense
encargado de volver a poner en orden el país, recorrió la
ciudad en un convoy blindado para, por primera vez, ver la situación
por sí mismo.
Acompañado por un grupo de periodistas y camarógrafos
escogidos, entró al hospital Yarmuk de Bagdad. Se hizo gran alarde
del hecho de que el ex general había visitado un hospital dañado
por los bombardeos estadunidenses. Al día siguiente yo visité
el sanatorio y descubrí que en él no se está tratando
a ninguno de los niños heridos después de la guerra.
Existen muchos casos más que seguramente el general
no conocerá. Médicos iraquíes sostienen que un número
significativo de niños heridos han sido dados de alta prematuramente
y fueron llevados a sus casas todavía muy enfermos y con dolores.
Por tanto, ahora deben estar sufriendo mucho y con grave riesgo de infectarse
en los barrios pobres de Bagdad o en los poblados vecinos. A muchos se
los llevaron sus padres porque querían protegerlos de los tiroteos
y saqueos que asolaron Bagdad, y que continúan aún, aunque
en menor medida.
"Al día siguiente de la caída de Bagdad
huyeron casi la mitad de nuestros pacientes", dice el doctor Mashadani.
"Los padres se negaron a dejar aquí a sus hijos. Tratamos de convencerlos
de que estarían seguros, pero no nos creyeron. Tuvimos el caso de
un niño de cinco años que resultó herido por una bomba
que mató a sus cuatro hermanos. El padre nos dijo que prefería
que su hijo muriera tranquilo en su casa".
El médico expresó que a muchos de los pacientes
que se fueron recién operados, pero que aún necesitan una
segunda intervención, será difícil localizarlos, ahora
que el caos hace presa de los hospitales de Bagdad, donde el personal lucha
contra la escasez de equipo y la falta de electricidad y agua. Según
Mashadani, nadie proporcionó su dirección. Sólo su
nombre y el barrio en el que viven.
El doctor Muamar el Shalla, cirujano en jefe del hospital
Al Karkh de Bagdad, contó una historia similar. Es un joven de 30
años, de aspecto vigoroso, que parece exhausto después de
no haber dormido varias noches, porque ha decidido patrullar el hospital
armado con un rifle Kalashnikov, con el que ya ha tenido que hacer
disparos contra los saqueadores que pretenden entrar al hospital. "Hay
muchísimos enfermos que decidieron irse a casa pero que tendrían
que estar aquí", afirmó. "Necesitan antibióticos,
vendajes y fluidos, y nadie tiene estas cosas en su casa. Al principio
tuvimos 65 casos de personas que salieron prematuramente del hospital.
Hemos tenido pacientes que se van después de ser operados y luego
tienen que regresar porque se les infectaron las heridas".
En este fenómeno se observa una tendencia inesperada
y grotesca. Las camas de hospital que anteriormente eran ocupadas por víctimas
de la guerra y de accidentes posteriores a la misma ahora están
llenas de jóvenes saqueadores, a menudo con heridas de bala a consecuencia
de refriegas con otros saqueadores. "Desde luego tenemos que tratarlos",
expresa el doctor El Shalla. "Somos médicos, tratamos a todos, incluso
a los saqueadores". El médico no oculta su desagrado ante esta situación,
lo cual es comprensible, pues él ha tenido que perseguir a los saqueadores
por los pasillos del hospital. Una vez vio cómo un paciente era
tirado al suelo por gente que quería robarse la cama.
A diferencia de muchos iraquíes, pese a todo lo
que ha tenido que ver durante los pasados dos meses, el doctor El Shalla
no es particularmente crítico contra los estadunidenses. Cree que
ellos han liberado al país de un régimen opresor,
aunque dice que es muy difícil hacer un juicio general, pues nadie
sabe lo que depara el futuro.
No se percibe ningún signo o sesgo de beligerancia
cuando el médico platica sobre el caso más difícil
que ha tratado en el hospital. Se refiere a los accidentes posteriores
a la guerra. Señala que hace unos días murieron dos niños
de seis años y otros dos resultaron heridos cuando uno arrancó
una granada del cinturón de un soldado estadunidense. No culpó
de esto al militar. Manifestó que las tropas estadunidenses que
patrullan la ciudad a menudo se ven rodeadas de niños que quieren
jugar con ellos y examinar sus equipos.
La misma tolerancia y apertura me mostró un médico
que me llevó por los pasillos del hospital Al Adnan, un monolito
de concreto a orillas del río Tigris. Se trata de un hombre taciturno
que estudió en Londres y Edimburgo. Un hombre que a pesar de considerarse
un demócrata liberal tiene miedo de las consecuencias que podría
enfrentar si su nombre aparece en un periódico británico.
Estos doctores iraquíes no son ideólogos
ni propagandistas. De hecho, hace sólo una semana, este médico
casi resultó muerto por un tanque estadunidense, que disparó
docenas de municiones contra el auto en que iba a trabajar una mañana.
"Los tomó por sorpresa. No me vieron. Fue un error". Aún
tiene fragmentos de vidrio incrustados en la cabeza.
Me deja acompañarlo en su rondín diario,
para visitar a un niño espantosamente herido. Luego a otro. Me muestra
a Hanan Yusfieh, la niña pastora que perdió el pie. Está
muy pálida y evidentemente desnutrida. Nos mira, hecha un ovillo
en su cama, con unos ojos tan cansados y muertos que casi parecen cínicos.
También visitamos a un niño de dos años,
que tiene daños muy serios en un brazo. Se llama Hamed Sabar. Su
madre, al igual que la de Alí Mustafá, está sentada
en su cama, con las piernas cruzadas, e intenta desesperadamente aliviar
el dolor de su pequeño. Finalmente, le digo al doctor que ya no
aguanto más y le pregunto cómo logra no desmoronarse. "Ah,
nos acostumbramos a todo esto", me responde. "Tenemos que hacerlo. Sabemos
que veremos mucho más de esto durante meses".
© The Independent
Traducción: Gabriela Fonseca
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