Carlos Montemayor/ II y última
Alí Chumacero
Otra de las tareas de Alí Chumacero ha sido la
del investigador y recopilador de obras completas de varios escritores
notables del México del siglo XX. Las ediciones de Xavier Villaurrutia,
de Gilberto Owen, de Efrén Hernández y de Mariano Azuela
son instantes notables en la historia de la crítica literaria mexicana
contemporánea. Esta, por sí misma, es una labor que le aseguraría
un lugar distinguido en la historia de nuestras letras. Pero hay que agregar
algo más: la tenaz y continua tarea de reseñista, articulista
y divulgador de poesía, narrativa, filosofía y ensayo de
México, Hispanoamérica, España y Europa, como lo testimonia
el volumen Los momentos críticos, que evidencia su juicio
imparcial, objetivo, sereno, profesional, con que se acercó a las
diversas expresiones literarias del mundo contemporáneo.
No
menos destacada es la labor que aún ahora continúa desempeñando.
En la asesoría sistemática que presta a los novísimos
escritores mexicanos en dos instituciones importantes: hasta hoy, el Centro
Mexicano de Escritores; hasta hace poco, las Becas Salvador Novo. Semana
tras semana, orienta y discute los trabajos de becarios que de varias partes
del país concurren ahí para dar cima a su formación
como hombres de letras.
Hemos hablado de diversas facetas de la obra del poeta
Alí Chumacero. Parecería imposible señalar otra más,
aparte de su poesía misma. Parecería imposible que hubiera
dispuesto de más tiempo para dedicarse también por entero
a construir otra obra. Pero algo más logró Alí Chumacero,
y que debo enaltecer como otra de sus obras: seguir siendo humano, amigo,
vital. Seguir abriéndose paso en la euforia de la vida, con la energía
que vivir requiere, con la pasión que estar vivo significa, con
el entusiasmo sensual, corporal, espiritual, que abrirse a la vida exige.
Esta fuerza cumple el periplo que va del hombre al poeta; esta potencia
engrandece la naturalidad que permite a la poesía enriquecerse con
la vida.
Pero sobre todo, por supuesto, Alí Chumacero es
creador de poesía. De una obra poética que podemos considerar
clásica en México. Clásica en dos sentidos: porque
sus raíces se remontan a los preclaros orígenes de Quevedo,
a la serenidad, elegancia y nitidez de la mejor poesía del Siglo
de Oro, y porque su presencia es ya fundamental en las letras mexicanas.
Poesía en cuya cadencia ninguna voz, ningún verso, ninguna
frase destruye el ritmo interior y perfecto con que se integra el poema.
En cuya impecable belleza las notas desgarradas del sentimiento de la muerte
o de la soledad crecen como los ojos perfectos de la estatua que miran
el infinito. En cuya madurez perfecta la vida de la mujer, de la descendencia,
del peregrino en la sorpresa del instante de su especie o su linaje, logra
alcanzar el momento cálido de lo eterno, él, que pasa, que
al contemplar en unos ojos verdes la belleza, llega después a la
condición mortal en que todo hombre demora su razón, su sed,
su camino. Hacedor de belleza, hacedor de profundos poemas en cuya armonía
a todos nos avisa, para que lo recordemos, que el olvido es la huella que
la ausencia de nuestra vida va dejando:
leve humedad será nuestra elegía
y ejércitos de sombra sitiarán para siempre
el nombre que llevamos.
Porque sólo un imperio, el del olvido,
esplende su olear como la fiel paloma
sobre el agua tranquila de la noche.
Pero desde la arcilla clásica con que nace, desde
la misma arcilla que perteneció a Quevedo, a Séneca, al autor
bíblico del Eclesiastés, su poesía, que no
se aleja de esa verdad fatal de todos los pueblos y de los hombres, logra,
en su breve paso por el mundo, por la voz, construir algo imperecedero:
la verdad de la palabra con que nos es posible comprender a los otros,
a todos.
En su poesía aprendemos que la palabra nace del
silencio que la antecede y que permanece después:
Me miro frente a mí, rendido
escuchando latir mi propia sangre,
con la atención desnuda
del que espera encontrarse en un espejo
o en el fondo del agua
cuando, tendiendo el cuerpo, ve acercarse
su sombra, lenta e inclinada,
a la suprema conjunción
de dos pulsos perdidos en sí mismos,
como doble sueño o palabra
inserta en eco hasta llegar
a la primera orilla del silencio.
La palabra surge cuando la conciencia humana se asoma
al mundo. Es pensamiento y respiración. En un eterno silencio, la
palabra es un instante relampagueante de la vida, del recuerdo, de la fuerza
que respira en la sangre, en las manos, en el presentimiento, en las cosas
que algunos saben sagradas y otros solamente vivas, indesprendibles del
deseo:
...corremos grises ya dentro de nuestra sangre,
nosotros en nosotros, y la noche nos guía...
Entonces ni la voz alienta entre los labios
y encima de la noche y el mar de nuestras venas
muerta queda la voz, yertos quedan los labios.
Es cuando estamos solos, en soledad perfecta.
Cuando la palabra vibra y abre su más ardiente,
esencial semilla de voz y conciencia, parece no conjurar al mundo, sino
elevarse al mismo tiempo que la tierra y el agua y las estrellas del mundo:
Al despertar, sentirse al lado era tañer el bronce
de hermosura
alzado por la ola de lo inmóvil,
surgido del abismo, exhalando tinieblas todavía,
oloroso a la húmeda pavesa del olvido
y devolviendo al aire un puñado de estrellas y
memorias.
Ahora tomo el lápiz y en la pared escribo: ''Marea
silenciosa,
isla de luz, ternura adormecida en la tormenta,
relámpago entre dos eternidades.''
La poesía es una tensa fuerza, una voz que pronuncia
lo que somos, lo que no podemos ser, lo que hemos sido, lo que aspiramos
alguna vez a vivir, lo que en algún momento deseamos haber sido.
El ritmo de esa palabra es un eco que se va esparciendo por las venas,
es la sangre que tañe como una bienvenida para atravesar los territorios
prohibidos de lo otro, del amor que nos mira desde la mujer, a través
de su silencio, de su tacto, del sorpresivo cuerpo, de la sorpresiva risa
que desde ella nos abraza. La palabra que se llama poesía nos conduce
desde el mundo a la sorpresa de seguir en nosotros mismos, sabiendo, empero,
que no somos:
Te siento fiel a mí, hundido en mi albedrío,
tan semejante imagen de mi rostro
que en mí te niegas tú, pues yo no existo.
La palabra del poeta asombra por renovar la vida que la
impulsa y la crea. La palabra porta el aliento que la pronuncia y que ella
explica. Se deja mecer en el ritmo del aliento que ella misma describe.
Y es la asombrosa verdad que quizá se oculta cuando nacemos y aparece
cuando morimos. Y entre ese aliento que nace y se aquieta, entre lo que
antes no fuimos y lo que después quizá no seguiremos siendo,
somos, repentinamente, nosotros mismos. Fuimos, somos como un relámpago
entre dos eternidades.