Adolfo Sánchez Rebolledo
El orden americano
La primera guerra contra Irak fue, hasta cierto punto, un paseo en el desierto. Atrapadas en Kuwait, las fuerzas de Saddam Hussein fueron despedazadas por la aviación y los blindados estadunidenses que las cazaban a placer mientras caían los misiles sobre una inerme Bagdad. Los pozos ardiendo durante semanas marcaron el origen y el destino del conflicto, pero no cambiaron el curso de la guerra, pues al final el poderío militar se impuso y en la victoria los estadunidenses olvidaron por un instante la tragedia de Vietnam. El proclamado "fin de la historia" tenía ahora una dimensión práctica, tangible, terrenal y, en la euforia, Bush padre declaró inaugurado un nuevo orden mundial.
Liquidada la amenaza comunista, Occidente podía entregarse a la tarea de liberar al resto del mundo de otros agentes del Mal exportando la democracia liberal y la economía de mercado hacia todos los confines de la Tierra. La globalización multiplicaría las oportunidades y pondría en su sitio a los viejos y nuevos totalitarismos -sobre todo al fundamentalismo de corte religioso-, surgidos a raíz de la quiebra del mundo bipolar. Una década después, las cosas tienen otro cariz.
El consenso liberal marca una clara línea de demarcación entre Occidente y el resto del mundo, sin embargo, no hay una fórmula para enfrentar, al mismo tiempo, la declinación de los estados nacionales y la reafirmación de los más variados nacionalismos dentro de sus propios límites. Poco a poco, la actitud estadunidense demostró que más allá de las palabras sobre el consenso, en los hechos prevalecían sus grandes intereses nacionales, el más estrecho unilateralismo. La globalización como expresión de una sociedad sin contradicciones graves se evaporó casi al instante. El mismo Fukuyama advirtió las enormes grietas que se estaban abriendo entre los estadunidenses inclinados a considerar que no hay legitimidad democrática más allá del Estado-nación constitucional y democrático, y los europeos inclinados a creer que la legitimidad democrática está relacionada con la voluntad de una comunidad mucho más amplia que un Estado-nación individual.
Tras la crisis del 11 de septiembre, el mismo autor que había profetizado el fin de la historia reconoció que la potencia estadunidense no estaba dispuesta a renunciar a ninguna de las prerrogativas del Estado soberano aun si ello le valía el distanciamiento de sus aliados europeos. En consecuencia, las diferencias surgidas en torno a las políticas antiterroristas del gobierno de Estados Unidos -no sobre el terrorismo- mostraron más allá de las discrepancias normales que se dan entre estados que comparten objetivos comunes, un distanciamiento de mayor calado acerca del sentido mismo de la globalización, es decir, no "sobre los principios de la democracia liberal, sino sobre los límites de la legitimidad liberal", como escribe Fukuyama. En cierta forma, se pudiera decir que el hegemonismo de Estados Unidos ha terminado por romper la unidad de Occidente, entendida como un acuerdo fundamental entre las potencias a ambos lados del Atlántico.
El resultado es la reaparición de una idea imperial que sólo reconoce sus propias fronteras nacionales, la exacerbación del nacionalismo yanqui y la exaltación de una ideología que mezcla la religión y el militarismo. Los peligros son enormes y evidentes, no solamente para las víctimas de una guerra brutal e injusta que ya están padeciendo sus consecuencias, sino para la sociedad humana en general y la estadunidense en particular.
El nuevo orden internacional predicado por los Bush no admite legitimidad alguna en las instituciones internacionales ni acepta la diversidad del mundo. En nombre de sus propios valores, hoy exporta la democracia liberal a Irak matando a miles de civiles inocentes y mañana hará lo propio con los demás agentes del Mal.
En esas circunstancias, exigir que el "multilateralismo" se imponga como norma en la solución de las controversias internacionales es la primera línea de defensa contra la amenaza de un hegemonismo que todo lo arrasa, comenzando por las libertades públicas que ya comienzan a restringirse en el propio Estados Unidos en nombre de quién sabe qué patrióticos intereses.
Exigir el cese de la guerra es lo menos que México puede y debe hacer en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas.