LA PRIMERA SEMANA
Hoy
se cumple una semana desde que el gobierno de George W. Bush ordenó
los primeros ataques de la guerra en curso contra Irak. Lo que ocurrió
el pasado 20 de marzo -es decir, los bombardeos aéreos iniciales
contra Bagdad, en un intento fallido por descabezar al régimen iraquí
y ganar la guerra antes incluso de empezarla- es, en realidad, el inicio
de una nueva fase en una campaña de agresión sistemática
de Estados Unidos contra Irak, campaña que se remonta al fin de
la primera guerra del golfo Pérsico.
Tras una década de ataques aéreos regulares
angloestadunidenses en el norte y el sur de la nación árabe
-áreas unilateral e ilegalmente declaradas zonas de exclusión
para la aviación y las defensas antiaéreas iraquíes-,
la Casa Blanca decidió ir más lejos: deponer a Saddam Hussein
y apoderarse, manu militari, de todo Irak. Con esa determinación
tomada, el grupo gobernante estadunidense buscó el respaldo y la
aprobación internacional para dar legitimidad política a
la invasión, y conoció, en ese empeño, un primer fracaso
estrepitoso. Con las vergonzosas excepciones de Inglaterra, España
e Italia, más las autoridades de algunos países de octava
fila, los gobiernos y las sociedades del mundo expresaron su rechazo a
lo que es, con toda evidencia, una agresión militar criminal e injusta
cuyos objetivos reales -el control del petróleo iraquí, las
posiciones geoestratégicas en Medio Oriente y la obsesión
competitiva del actual presidente estadunidense con su imagen paterna-
resultan inconfesables.
Sobre esas bases diplomáticas y morales insostenibles,
Bush y sus ayudantes emprendieron, hace una semana, la guerra en curso.
Y al cumplir sus primeros siete días, la agresión armada
contra Irak, a contrapelo de los planes y las versiones de Washington,
no permite definir una ventaja clara para ninguno de los contendientes.
Este solo dato, cotejado con la aplastante superioridad tecnológica,
económica y numérica de las fuerzas extranjeras sobre las
iraquíes, resulta un serio revés para el gobierno de Estados
Unidos. Si Bush y sus empleados suponían que la población
de Irak daría a los soldados un recibimiento de héroes y
de libertadores, ya tendrían que ir ajustando sus percepciones a
la dura realidad de los estadunidenses que vuelven de Irak en bolsas de
plástico negro.
Hasta ahora las grandes victorias militares de los invasores
han resultado ser meros buenos deseos del Pentágono, expresados
por medio de CNN y demás corporativos de la información que
han abandonado la ética periodística sin alcanzar siquiera
la eficacia que se exige a un buen departamento de propaganda oficial.
Hoy, a siete días de iniciado el conflicto, la credibilidad de los
medios estadunidenses ha caído en picada a ojos de la opinión
pública mundial. En estas pocas jornadas bélicas se han difundido
tantas mentiras oficiales como en los meses que precedieron la invasión.
Se ha inventado la toma de ciudades, se han dado por ciertas sublevaciones
inexistentes y se ha atropellado la verdad y la independencia informativa
en formas que recuerdan el desempeño de los periódicos oficiales
soviéticos en tiempos de Stalin o las campañas de desinformación
que ideaba Goebbels en la Alemania nazi.
Los perdedores absolutos en el conflicto son, sin duda,
los civiles iraquíes asesinados por las fuerzas angloestadunidenses;
los heridos; los que han debido abandonar los escombros de sus hogares;
los que sobreviven sin agua ni alimentos ni energía eléctrica
en los infiernos de Basora y Nasiriya; en suma, los iraquíes que
ya no tenían nada que perder y que, sin embargo, siguen perdiéndolo
todo. Es difícil imaginar que los deudos, los mutilados, los sobrevivientes
y los damnificados del país árabe puedan albergar cualquier
clase de gratitud para quienes llegaron a "liberarlos".
Ante los deprimentes y exasperantes saldos de la confrontación,
y ante la indignación por la torpeza, la indiferencia y la insensibilidad
de la diplomacia mundial, que no pudo detener esta barbarie, debe, sin
embargo, señalarse un dato esperanzador: a lo largo de esta semana,
las manifestaciones multitudinarias contra la guerra no han dejado de realizarse
un solo día, y el bando social de la paz empieza a encontrar sus
propios cauces cívicos y sus propias articulaciones mundiales. La
vergüenza y la ira por la matanza que se está perpetrando en
Irak han llegado incluso a los círculos gubernamentales de Londres
y Madrid, y han colocado a Tony Blair y a José María Aznar
en trances políticos difíciles, por decirlo de manera suave.
Otro fenómeno digno de mención en esta primera
semana de hostilidades es que, con la incursión bélica, las
fracturas políticas entre Washington y París, Berlín,
Moscú y Ankara, entre otros de sus aliados, lejos de resanarse se
han profundizado tal vez hasta puntos de no retorno. El aislamiento de
Estados Unidos en la comunidad internacional es hoy mucho más marcado
que el pasado 20 de marzo.
Para finalizar, Bush y sus colaboradores -estadunidenses,
ingleses, españoles- vendieron a los capitales trasnacionales la
fantasía de que apoderarse de Irak podría ser tarea de una
o dos semanas. Ahora, cuando el destino militar y político de la
agresión parece mucho menos claro que en el comienzo de la guerra,
los intereses del dinero empiezan a pedir cuentas. Y es sabido que tales
intereses son mucho más eficientes y fulminantes que Bush cuando
se proponen inducir la caída de un gobernante.
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