Hermann Bellinghausen
El camino escondido (tres de tres)
El círculo en el arenal debió durar más tiempo de lo que recuerdo. Los indígenas hablaban en su idioma, a ratos con latines, a ratos metían un castilla entrecortado donde sólo se reconocían conjunciones y adverbios. Don Herminio, Prudencio, Jacobo y sus hermanos, y el resto de comisionados, sumaban 15 voces hablando a la vez, pero cada uno decía algo distinto.
Bajo la cúpula de las catedrales el cuchicheo es uniforme, sigue un canon recto como sus naves y columnatas. El rumor en el arenal subterráneo recordaba más una biblioteca pública, donde el silencio obligatorio es permanentemente roto y cada quien cree ser el único que rompe la regla y habla como un sordo.
Después de un rato de suave galimatías los indígenas desvanecieron sus voces, y desfilando en el círculo que formaban hacia su derecha se introdujeron en una oscuridad que hasta el momento me había parecido las paredes de roca de la cueva. A una señal de Prudencio, me uní a la fila.
Lo bueno que llevábamos buenas lámparas. Sin ellas, al principio no nos hubiéramos enterado de nada. Esperé la aparición de vestigios arqueológicos, alguna clase de ofrenda antigua, o una pintura rupestre. Lo común en estos casos.
Ya no caminábamos en arena sino tierra húmeda, y pronto pasto y vegetación. ƑCómo, en esa oscuridad eterna, salvo nuestras lámparas haciéndose chiquitas en la inmensidad? Un rumor cantarino nos salpicó los oídos mientras seguíamos al guía de los guías, uno de los hombres que no conocía. Para don Herminio, encantado como un niño, aquello resultaba tan nuevo como para mí. Nos alcanzó una bocanada de olor denso, casi tangible, dulce, floral.
Ignoro qué clase de ecosistema era aquél, pero no me pareció que en él fuera a haber yacimientos de zeolita, el mineral (un fijador del gas) que la compañía me enviaba registrar.
Frente a los haces de las lámparas cruzaban grandes insectos, especie de libélulas en colores serios: terracota, morado obispo, rojo sangre y un azul oblicuo, como la plata. No los atraía nuestra luz, más bien cruzábamos su aire. Inspeccioné uno de los bichos que reposaba sobre una hoja inmensa parecida al betabel. No tenía ojos. Si la función hace al órgano, Ƒpara qué?
Por el suelo se deslizaban alimañas siempre ocultas, roedores y culebras a los que nuestras luces no les reflejaban los ojos, pero tampoco comprobé que no los tuvieran.
Yo caminaba en mitad de la fila. Uno por uno, los indígenas apagaron sus lámparas. A donde fueres has lo que vieres, apagué la mía. La oscuridad fue total.
Seguimos andando. No íbamos cogidos de los hombros, como los ciegos de la parábola. Nadie tropezaba. ƑQué digo? Nuestros pies avanzaban por propia voluntad, sabían. Así como uno se deja llevar de noche por un caballo, nos dejábamos conducir. En cuanto me percaté de que nuestros pies eran los caballos, pude ver. Bueno, no precisamente "ver", pero no se me ocurre otra manera de llamarlo.
La caída de agua espumeaba, grandiosa. Vadeamos por su costado y con el agua hasta la cintura sentimos el roce de peces o anfibios sin un sólo ángulo en sus formas. Ascendimos una ladera tortuosa, poco empinada, abrazados por el follaje. Ululaban aves y los mamíferos gritaban; se oía volar pájaros muy alto en la negrura negrísima donde todo estaba claro. Ya me ponía introspectivo cuando sentí la voz de Prudencio a corta distancia.
-ƑCómo ve, ingeniero?
Era una pregunta incongruente, y a la vez la única apropiada. No soy muy imaginativo. Ingeniero al fin, respondí:
-Cómo que cómo veo si no se ve nada.
Nos reímos. El dijo:
-Aquí se guardaron hace mil años los guerreros-padres de nuestro pueblo, para conocer lo que las estrellas no enseñaban. (Pausa). La noticia y el rumbo para llegar a la Barra se transmitieron por generaciones, habladamente. Ya pocos luego han hecho el camino. Los de ahora olvidamos lo que observaron nuestros padres del cielo y las estrellas. Desde niños sabemos que existe el camino, pero a nadie le ocurre venir.
-A ustedes se les ocurrió -digo, en reconocimiento. Enseguida me parece que hablo solo. Prudencio se esfumó. Todos, entre las grandes hojas.
Qué sorpresivo lo feraz de esa vegetación ciega, virada al gris con un dejo de nitrato de plata. Anduvimos y anduvimos y anduvimos, completamente a oscuras.
Un claror penetró al fin los entresijos de la tiniebla. En un santiamén pisábamos el arenal. Sin detenernos, subimos la pendiente adhesiva y húmeda. Tomó un rato acostumbrarnos al día otra vez. La ceiba que parecía alguien se inclinó sobre nosotros. Nos estaba saludando.
En el reporte no mencioné ni media palabra de la Barra Pinta. Para los técnicos y la compañía, tuvimos una búsqueda infructuosa más, una simple bola de desperdicio. Así es el trópico. Nadie repeló. Han pasado algunos años, y aunque lo he contado un par de veces, jamás digo cómo ni por dónde. Ni me acuerdo. Si no fuera porque sé que fue, pensaría que fue un sueño.