Elena Poniatowska/ IV y última
En gustos se comen géneros
Esther Selingson me atrajo por su capacidad de fakir y en Jerusalén me dio el gran espectáculo de su belleza quemada por el sol del desierto. La vi avanzar vestida con una túnica anarajanda, el pelo suelto, felina y ascética al mismo tiempo, a la luz del atardecer, cerca de la imponente fortaleza de Massada; es una de mis imágenes inolvidables. Nos invitó a cenar a su casa a un grupo de viajeros integrado por Adolfo Gilly -que se enamoró de ella-, Carlos Monsiváis, Miguel Angel Granados Chapa, Irene Selser -hija de Gregorio Selser- y Javier González Rubio. Cuando me ofrecí a ayudarla me llevó a la cocina a abrir el refrigerador. En medio de la helada blancura, había unas cuantas aceitunas y un platito con un cuarto de queso de cabra. Pregunté azorada: "ƑCómo les vas a dar de comer a todos con esta miseria?" Me respondió, reina de su propia frugalidad: "les daré de beber".
Juan Rulfo, otro hombre riguroso, tenía devoción por los sopitos tapatíos y más devoción aún (quizá por masoquismo) por la novela Hambre, de Knut Hamsun, premio Nobel de Literatura en 1920. Hamsun vivió de 1859 a 1952, es decir 93 años, y su novela extraordinaria ha resistido el paso del tiempo. Su personaje, un escritor que de veras sabe lo que es tener el estómago vacío, chupa mientras le duran virutas de madera que recoge del suelo y bebe agua de la llave para engañar el hambre que lo hace delirar. Seguramente a Rulfo le atrajo este estoicismo.
Entre el barroco delirante y María Luisa Mendoza hay un lazo indestructible, como lo demuestran 52 textos publicados en el periódico El Día acerca de los soponcios que le provoca paladear charamuscas, capulines en dulce, duraznos en miel, chirimoyas, nísperos, todo lo que Guanajuato puede ofrecer, todo lo que cruje y empalaga; la calabaza en tacha y el jocoque, además de las enchiladas mineras, los huesos de médula en verdolaga los chiles rellenos, que hacen de su prosa un muégano enmielado y lustroso.
Supongo que las sorjuanistas que ignoran que el hambre es deseo vuelven a la vida con unos finísimos deditos de monja, en realidad merengues color de rosa. Y así hasta llegar a Agustín Yánez, que sorbía con lenta solemnidad tequilas de Jalisco y ates de membrillo, hervidos durante horas y horas en olorosos peroles. Esteban Volkow y su bella hija, la poeta Verónica Volkow, de quien se enamoró Günter Grass, comen pescado, pollo y verduras al vapor a imitación de sus abuelos y bisabuelos. León y Natalia Trotsky, que también optaban por lo sano, ingerirán verduras y papas al vapor que le hacían sus dos cocineras, Carmen Palma y Belén. Por las crepas de huitlacoche se clavó Jorge Volpi, así como Carlos Pellicer se clavó de claveles y Jorge Cuesta se bañó en su propia sangre. ƑY qué se puede decir de Fernando y Socorro del Paso y sus menús de procedencia exótica, sus recetas no sólo de México sino del mundo entero? ƑAcaso no son los alimentos los que azuzan su ingenio y su creatividad? Sus añejos libros de cocina, en los que se mezclan las confituras, los asados, la morcilla, los lechones, el azafrán, el ajonjolí, la leche de almendras, las cazuelas rellenas de liebre, los patés de foie-gras, las rillettes de Tours, equivalen a las mil y una noches del arte del buen comer.
Mariana Frenk, de 105 años, autora de maravillosos aforismos, así como de la traducción del Pedro Páramo de Rulfo al alemán, adora los camarones. El mayor tragaldabas de tacos al pastor es José Agustín. Juan y Luis Villoro comen lo mismo puesto que son padre e hijo; crecieron altos gracias a la genial cocina catalana. Edmundo Valadés, a quien le atraían las botanas de la cantina El Negresco, frente al periódico Novedades, podría rivalizar con el infinito conocimiento de tapas de Sealtiel Alatriste. Para Julieta Campos y Enrique González Pedrero el arte culinario no tiene secretos, y Julieta es dueña de una receta de un "pollito de la plaza" a todas luces memorable. Gonzalo Celorio ama los sustanciosos caldos colombianos que le brinda su amigo Darío Jaramillo, y según Ignacio Solares, tiene estómago de albañil. Ignacio, en cambio, sufre de inapetencia, porque enfrenta al mundo con el estómago. Su vientre es su órgano de choque y por lo tanto sólo le permite degustar un pescadito hervido o a la parrilla, huérfano de salsas, queso cottage, papaya, y a esa limitación se añaden los postres, si acaso tolera una manzana hervida. Ni una ciruela pasa le pasa. Aquellos que comen steak tártara le parecen antropófagos. Salvador Elizondo consume varias cervezas sentado a la sombra del gran árbol de su jardín en la calle de Tata Vasco en Coyoacán. A Adolfo Castañón lo gratifican las comidas corridas, los quesos franceses y lo que se va pudiendo. Grano de sal es su libro de cocina. Rafael Ramírez Heredia es pozolero y lo revitalizan los panuchos con mucha cebolla roja. Elena Urrutia es reconocida como la anfitriona per se de los intelectuales, y durante unos años, las comidas y cenas en su casa del Pedregal se asemejaron al salón de Madame Verdurin. Sara Poot Herrera jamás ha sucumbido a la exhortaciones de aromas y vapores. No come ni sentada, ni parada, ni acostada, ni a ninguna hora, ni sola, ni en compañía, ni a escondidas. Nunca la he visto comer sino avena pero, en cambio, su hermana Teté debe lo festivo de su carácter a la cochinita pibil, al pavo en relleno blanco servido en vasijas mayas y a los huevos motuleños que lo hacen a uno iniciar el día con el pie derecho.
Pablo Neruda, Alfonso Reyes en sus Memorias de bodega y cocina, José Lezama Lima en su Paradiso y Salvador Novo a lo largo de toda su obra son los grandes sacerdotes en el altar de oro de la cocina de nuestro continente. Así como Neruda se equivocó al hacerle una oda a Stalin, no erró cuando le dedicó un encendido elogio a la cebolla. Me quedo con su oda al hígado. Lo llama monarca oscuro, distribuidor de mieles y venenos, regulador de sales y lo invoca: ''Amo la vida. Cúmpleme. Trabaja. No detengas mi canto''.
Si a Rosario Castellanos comer bien le parece una alucinación olfativa, e Ignacio Solares tiene que recurrir al cottage cheese y al yogurt, son muchos los escritores mexicanos que saben guisar y disfrutan de los placeres de la mesa. Son muchos los que gozan de algo más que un tesito de canela o un atole de arroz para el estómago destemplado. Los domingos en casa de Max Aub eran proverbiales por la buena cocina de Pegua, su mujer. El Mukvi pollo de los Barbachano Ponce y las grandes fiestas de Celia García Terrés siempre han sido concurridas por la exquisitez de sus manjares y la generosidad de su mesa floreada y bien puesta.
El primer poema que memoricé en tercero de primaria, al llegar a México, tiene que ver con la comida y es a su vez uno de los primeros poemas de Rubén Darío escrito en Nicaragua. Quisiera decirles, si me lo permiten, algún fragmento para abrirles el apetito:
Qué alegre y fresca la mañanita
me agarra el aire por la nariz,
los perros ladran, un niño grita
y una muchacha gorda y bonita
sobre una piedra muele maíz.
[...]
Y la patrona bate que bate
me regocija con la ilusión
de una gran taza de chocolate
que ha de pasarme por el gaznate
con las tostadas y el requesón.