LA MUESTRA
Carlos Bonfil
Piedras
ZAPATOS ROBADOS, zapatos tenis, zapatillas, babuchas.
Un estilo de calzado para cada tipo de mujer y un retrato colectivo de
mujeres españolas, con más precisión, madrileñas;
todas ellas, o la mayoría, obsesionadas por un hombre que las ignora,
que no puede complacerlas, o que ya no las soporta, y por el cual harían
cualquier cosa, del azote al desfiguro, de la súplica al chantaje,
todo supuestamente en la tradición de algunas heroínas almodovarianas.
Pero si alguna vez Carmen Maura dijo, con desenfado, a propósito
de su personaje en Mujeres al borde de un ataque de nervios: ''Los
tacones son la mejor manera de sobrellevar la angustia", las mujeres de
Piedras, primer largometraje del español Ramón Salazar,
se instalan, sin humor ni mucha distinción, en los límites
del lloriqueo insoportable, de la capitulación del carácter
y, muy a menudo, del humor involuntario. Sobrellevan ellas también
su angustia de estar solas o ser malqueridas, no con la altivez de los
tacones, sino con piedras en el interior de los zapatos, en tanto sus amantes
padecen sus histerias como verdaderos cálculos renales, para seguir
con la metáfora del título.
ADELA, ''LA MUJER de los pies planos", es Antonia
San Juan (la estupenda Agrado en Todo sobre mi madre, de Almodóvar),
reducida en Piedras a matrona de burdel enamorada de un argentino
milonguero, que la adora, pero no puede decidirse a dejar a su esposa.
Isabel (Angela Molina), ''la mujer de los zapatos pequeños", se
abandona a la seducción de su podólogo, quien además
le lee las líneas de la planta del pie, en tanto Maricarmen (Vicky
Peña), ''la mujer de las babuchas", madre de familia, viuda y taxista,
soporta a su infumable hijastra drogadicta añorando con resignación
épocas pasadas: ''Mi esposo decía que el taxi es una extensión
de la polla. Y aquí me tienen ahora, conduciendo la prolongación
del pene de mi marido".
LA CINTA DE Salazar es un mosaico muy caótico
de ocurrencias verbales y viñetas agridulces, con personajes controlados
y atractivos como la taxista (Un eco de Maura en ¿Qué
he hecho yo para merecer esto?, de Almodóvar) y otros desperdiciados
en el convencionalismo, como Adela, la prostituta respetable, dueña
de un corazón de oro a punto de ser destrozado, y éstos y
otros personajes más desfilan, se entrecruzan, aman, lloran y sufren
como en una telenovela sin que la película tome jamás un
cauce interesante, complete alguna de sus propuestas o se aleje del fetichismo
de pies y de zapatos, que pronto se revela como un recurso humorístico
muy endeble. El guión, obra del propio director, contiene joyas
del disparate. Una protagonista, Leire (Najwa Nimri), cuyo amante homosexual
la ha abandonado, insiste en recuperarlo, lo llama sin cesar y sólo
atina a decirle en la grabadora: ''Oye Kun, el ruido de la ciudad me recuerda
a ti, y no sé por qué". Enseguida cuelga, y tranquilizada
abandona toda intención de suicidarse. Este absurdo, en manos de
un cineasta más inspirado, habría tenido tal vez alguna gracia,
algún propósito paródico.
SALAZAR FRUSTRA continuamente sus efectos, cómicos
y dramáticos; frustra también las expectativas del espectador
mejor intencionado y hunde todo en un mar de cursilería: ''Leonardo,
gracias por enseñarme el sonido de las suelas al rozar el piso con
el tango" (Adela), una entre tantas otras perlas de humor involuntario.
Una joven más, Anita (Mónica Cervera), con una disfunción
mental ''que la hace crecer muy lentamente", completa la galería
de mujeres en déficit afectivo. Una comedia melancólica,
narrada sin brújula ni asideros confiables, que naufraga en la banalidad
y en el desánimo, y que por razones misteriosas consiguió
tocar puerto en esta Muestra.
Mil nubes de paz...
EL CINE DE de Julián Hernández podría
comenzar a cambiar la percepción del público mexicano de
lo que se conoce como cine de la diversidad sexual, un cine de temática
gay con escasa representación en nuestras pantallas comerciales.
Alejadas de los estereotipos hasta hace poco en boga, las historias de
Hernández ofrecen una imagen poco aséptica, nada complaciente,
casi desencantada, del homosexual en su relación con su medio urbano,
en territorios generalmente inhóspitos, con realidades como el desempleo
o el desarraigo, y situaciones sentimentales dominadas por la melancolía
y el escepticismo. Un cine sin ilusiones, al margen de toda intención
de adecentar la imagen del paria sexual y volverla aceptable para el gusto
de las mayorías. Un cine inspirado también en la obra de
tres artistas disidentes sexuales: R.W. Fassbinder, Pier Paolo Pasolini
y el novelista y poeta Jean Genet, quien en 1950 realizó un cortometraje
formidable, ya clásico, Un canto de amor, muy cercano en
temática e intensidad lírica a la búsqueda estética
del joven realizador mexicano. Los temas más visibles: la imposibilidad
de la realización amorosa; la búsqueda incesante de la gratificación
carnal; la persistencia de la homofobia, y la respuesta altiva, a menudo
provocadora, de los protagonistas a ese desdén social y al estigma.
EL PUNTO DE vista que propone el cineasta en sus
cortos y en su primer largometraje, Mil nubes de paz cercan el cielo,
amor, jamás acabarás de ser amor, es inédito en
el muy árido cine mexicano de la diversidad sexual. La propuesta
de Hernández posee enorme vigor expresivo: más interesante
que las visiones tremendistas del cine de Ripstein (Mentiras piadosas,
La reina de la noche), con mayor redondez expresiva que Dulces compa-ñías,
de Oscar Blancarte, y distinto de aquel optimismo lúdico del Jaime
Humberto Hermosillo de Doña Herlinda y su hijo, cinta emblemática
que marcó el inicio de una visibilidad gay afirmativa en nuestro
cine. No es aventurado suponer en el realizador de 30 años la capacidad
de revitalizar a corto plazo, y con los apoyos requeridos, una temática
que aún provoca resquemor y desconfianza en productores y distribuidores
nacionales. Su reciente premiación en Berlín tal vez contribuya
a derribar las últimas inercias burocráticas, y a corregir
la miopía inexplicable de quienes consideran que la homofobia aún
representa un valor en taquilla, o que invisibilizar a homosexuales en
el cine pueda ser, a corto o mediano plazos, un cálculo comercial
inteligente.
EN MIL NUBES..., un
joven de 17 años, Gerardo (Juan Carlos Ortuño), conoce en
un billar al hombre de quien se enamora en una noche (''Juró amarme
un hombre sin miedo a la muerte", de Nena, canción fetiche
de Sara Montiel, fondo musical obsesivo). Luego de descubrirse abandonado,
Gerardo emprende una búsqueda infructuosa del ser amado por barrios
proletarios, salidas del Metro y puentes peatonales, al término
de fajes frustrantes con desconocidos y con una insatisfacción
sexual a cuestas. Todo lo anterior en atmósferas de desolación
urbana que captura en formidable blanco y negro la cámara de Diego
Arizmendi, como esa calle abandonada, invadida por la maleza, por la que
alguna vez circuló un tren -un tributo a la mirada de Gabriel Figueroa
en Víctimas del pecado-, o el recorrido fragmentado por el
cuerpo de los protagonistas: la nuca de Gerardo, la espalda tatuada del
amante, el rostro golpeado del joven, frente a su madre, enmarcado casi
como un icono religioso. Cineasta de la sensualidad homoerótica,
Hernández se afirma crecientemente como un artista talentoso con
la iniciativa y fuerza suficientes para derribar, en fechas no lejanas,
el miedo a la expresión homosexual, uno de los últimos tabúes
del cine mexicano.