EL MUNDO, AMENAZADO
George
Walker Bush, presidente de Estados Unidos no en virtud de un mandato popular
democrático, sino a consecuencia de turbios enjuagues y manoseos
poselectorales, emitió ayer un ultimátum de destrucción
y muerte dirigido, en primer lugar, contra el gobierno de Irak y los habitantes
de ese infortunado país árabe.
Pero entre los destinatarios explícitos o implícitos
de la amenaza formulada por la Casa Blanca se encuentran, además,
el Consejo de Seguridad, la Organización de Naciones Unidas en su
conjunto, la legalidad internacional, la es- tabilidad económica
planetaria, la alianza histórica entre Estados Unidos y Europa occidental,
así como todas las naciones cuyo ejercicio de la autodeterminación
pudieran en cualquier momento generar discrepancias con los gobernantes
de Washington.
Cabe felicitarse, ciertamente, porque Bush no haya logrado
en esta ocasión obtener la legitimación de la ONU para la
guerra que lanzará en los próximos días contra Irak,
pero al mismo tiempo resulta asombroso, indignante y alarmante que la comunidad
internacional no haya sido capaz de poner alto a este designio bélico
en curso, que es el más cínico, injustificado, irracional
e ilegal, y que probablemente será el más destructivo y mortífero
-habida cuenta de las capacidades de destrucción masiva de las fuerzas
armadas estadunidenses- de cuantas guerras se han producido en las últimas
décadas, incluyendo, por supuesto, la que encabezó Estados
Unidos contra Irak en los albores de la década pasada.
Bush no tuvo empacho en inventar unos fantasiosos vínculos
entre el régimen de Saddam Hussein y la red terrorista Al Qaeda;
como esa construcción resultaba demasiado débil e inverosímil
para ser pretexto de la destrucción de Irak, la presidencia estadunidense
recurrió a las supuestas armas de destrucción masiva en poder
de Bagdad, arsenal que jamás pudo ser documentado. Como el mundo,
en su gran mayoría -y hasta una porción significativa de
la población estadunidense- no creyó las "pruebas" sobre
la existencia de esas armas -documentación que fue fabricada y divulgada
por el Departamento de Estado-, Bush terminó por recurrir, para
fundamentar su guerra, a justificaciones tan apartadas de la sensatez y
la verosimilitud como la conveniencia de la sociedad iraquí y la
necesidad de establecer un gobierno "democrático" en un Irak posterior
a la hecatombe.
Así, sin un solo argumento para justificar la guerra,
Bush exhibe ante la comunidad internacional, con una arrogancia obscena,
propósitos de dominación geoestratégica, interés
por apropiarse de los recursos petroleros de Irak y hasta inseguridades
personales y ajustes de cuentas con la figura de su padre, el primer destructor
de Irak.
En esta circunstancia extrema, con el Consejo de Seguridad
paralizado, la legalidad internacional puesta entre paréntesis,
la clamorosa opinión contra la guerra de las sociedades ignorada
y despreciada, así como el estado de abulia hipócrita de
las potencias que podrían servir de contrapeso a Washington, todos
los países soberanos tendrían que verse en el espejo de Irak
y preguntarse quién sigue.