Margo Glantz
Roland Barthes
El lunes 10 se clausuró la exposición sobre
Roland Barthes, inaugurada en el Centro Georges Pompidou el pasado 27 de
noviembre. Exposición que no pude ver en mi viaje anterior, porque
salí de Francia el 25 y pude afortunadamente admirar recién
llegada a París este mes de marzo. Es una muestra intermedial, como
se dice ahora: videos, películas, música, Internet, cuadros;
un inmenso panel compuesto de pequeñas notas que ejemplifican la
obsesiva, ordenada y a la vez creativa forma de trabajar de Barthes; además,
cuadros de sus pintores favoritos, entrevistas televisadas, las pruebas
de sus libros, los manuscritos y los mecanuscritos, sus correcciones, su
biblioteca, fotografías familiares y personales, cintas grabadas,
entrevistas con sus contemporá-neos, sus propios cuadros, la representación
diversa de sus obsesiones, incluyendo los viajes y la música, porque
también Barthes tocaba el piano.
La
exposición es cronológica: Barthes empezó escribiendo
sus famosas Mitolo-gías en 1952, en la revista Esprit,
y luego, casi sin excepción, en Lettres nouvelles, revista
creada por Maurice Nadeau en 1953. En una entrevista con un señor
bajito y gordo (o por lo menos esa impresión dan su rostro y sus
ademanes), Barthes explica el sentido de esos textos, se ve joven y alto,
aún muy joven (nació en noviembre de 1915), guapo, las cejas
delineadas y espesas, la boca grande, sensual; deja ver los dientes superiores,
los de abajo apenas se adivinan, un poco desiguales, uno de los caninos
protuberante, sus ojos muy vivaces, la nariz ancha y un poco torcida, como
la de un boxeador (hace juego quizá con la de los luchadores que
perpetuamente -mientras la exposición dure- realizan sus maniobras
truculentas y reiteradas en la gran pantalla situada a la entrada de la
sala), ambos, entrevistador y entrevistado, van vestidos muy serios, de
traje, corbata y camisa blanca, como era costumbre entonces, ¡hace
apenas 50 años!
No muy lejos, unos retratos de Barthes, especialmente
dos dibujos a lápiz de Pierre Klossowski, el novelista y teórico
del erotismo, se admiran, muy bien trazadas, las arqueadas y gruesas cejas,
la boca repitiendo esa misma curvatura, la nariz desviada, la ancha y alta
frente, las entradas del cabello, la agudeza de la mirada.
Barthes murió en 1980. Su forma de trabajar es
fascinante, aún no existe la computadora, por lo menos no para él,
pertenece a otra generación, antediluviana, una generación
que ha desaparecido de la faz del planeta. Su letra es menuda, firme, pareja,
revela un pensamiento riguroso, las correcciones y tachaduras casi simétricas,
los apuntes se van organizando en pequeñas fichas rectangulares
con anotaciones en otro color y enumeradas con lápiz rojo, sin embargo
tenue, porque nunca impiden la lectura, la lectura de los manuscritos copiados
a máquina con sus correcciones o la de los artículos publicados
en revistas con añadidos y tachaduras, procesos que dan cuenta de
una corporeidad que parece haber desaparecido por completo del ámbito
escriturario, se antojan tan inverosímiles, tantálicos o
literalmente semejantes al mito de Sísifo explorado por Camus, con
quien Barthes sostuvo un enconado debate.
[La computadora aligera, facilita, pulveriza el trabajo
intelectual. (Yo viajo ahora con una pequeña computadora Vaio -Sony-,
desmontable, consta de dos piezas, con varios aditamentos, unos para quedarse
en casa, otros para viajar, y cuando se viaja, desembarazada una de la
mitad de la computadora, se puede cargar al cuello, a manera de collar,
un pequeño aditamento de plástico azul (una especie de diente,
o así se llama, el diente azul) que almacena 30 disquetes comunes
y corrientes (¡a veces hasta 100!), los disquetes, esa técnica
ya obsoleta en vías de desaparición para la cual ya no existe
ningún lugar en el cuerpo mismo de las máquinas más
nuevas, apenas un puerto (sí, así se llaman, puertos, puertos
adonde llegan curiosas embarcaciones desechables). Cuando voy al cibercafé,
donde leo mis correos, en la calle Notre Dame des Champs, en el sexto arrondissement,
le enseño mi diente azul al encargado del lugar, me mira con asombro,
me pregunta que dónde he conseguido ese extraño aditamento,
¿en Estados Unidos? No, contesto, peyorativa y triunfal, en México.
Me observa, me ofrece de inmediato un sitio privilegiado, me sonríe,
y ya instalada, procedo a mandar mi (esta) colaboración a La
Jornada.) Para impedir que lo que se ha trabajado se pierda, en el
caso remoto o no tan remoto de que el diente azul se extravíe o
en el caso concreto de que se roben la computadora, uno puede tener además
varios cd (o más dientes azules) estratégicamente distribuidos
en diversos escondites en la propia casa o en las ajenas o de perdida en
los cubículos universitarios, si uno tiene la suerte -o la desgracia-
de poseer alguno.]
Roland Barthes se dedicó luego a la semiótica,
escribió varios sesudos y a veces incomprensibles y hasta obsoletos
tratados sobre las cosas más dispares, pero a la vez más
coherentes, la moda, la retórica, la ópera, el teatro, la
música, los viajes, los escritores, los castrados, en fin, la escritura,
los textos, el texto que para él era ''...un cubo con facetas, un
amasijo de decoraciones, una trenza, un encaje de Valenciennes, una pantalla
televisiva, una pasta hojaldrada, una cebolla, etcétera".
Para Sergio Pitol en sus primeros 70 años, que
hoy se cumplen