LA MUESTRA
Carlos Bonfil
Vera
De Francisco Athié, uno de los realizadores más
impredecibles del cine mexicano, se esperaba, a cuatro años de su
película anterior, Fibra óptica, y a diez de su debut
en el largometraje, con Lolo, una propuesta eminentemente personal,
habiendo mantenido el cineasta una relativa independencia en el marco de
la industria de cine, y dado muestras de gran habilidad en su oficio. Vera
es efectivamente una película muy personal -el resultado de
una búsqueda estilística y temática que parece prescindir
de la comprensión y aceptación del público, ateniéndose
a que un puñado de espectadores consiga (o se interese en) descifrar
sus intenciones y valorar su posible trascendencia. En este sentido, Vera
es un islote en el paisaje fílmico mexicano actual: una experiencia
a la vez arriesgada y complaciente, enigmática e irritante. Interesa
sin duda su exploración del lenguaje digital y su mezcla de animación
y danza butoh; interesa particularmente su tratamiento del tema de la muerte
en alegorías que igual aluden a mitologías occidentales (Caronte
conduciendo una barca por la Estigia rumbo a la isla de los muertos) que
a modos orientales de concebir la trasmigración de las almas. Interesa
todo eso y también la metáfora de la dilatación del
tiempo: hacer que en la experiencia sensorial de un anciano, Don Juan (Marco
Antonio Arzate), su paso de la vida a la muerte deje de ser instantáneo
para prolongarse en un estado alucinatorio atemporal.
Athié
ha elegido el tránsito del formato tradicional de 35 mm al tratamiento
digital para señalar precisamente el paso de la realidad (tratada
escuetamente, un accidente en una mina) a la fantasía onírica
(su encuentro con un androide, primero virtual, luego encarnación
oriental femenina -Urara Kusanagi). Desafortunadamente, un talento reconocido
en Athié, su fluidez narrativa (Lolo) y una manera atractiva
de contar una historia de múltiples derivaciones (Fibra óptica),
se encuentra prácticamente ausente en esta nueva experiencia. Sería
difícil reprochar al cineasta su exploración tecnológica
y sus pretendidas aplicaciones artísticas, pero una exigencia mínima
es el talento de combinar dicha exploración con una mayor habilidad
narrativa. Sin esta última, el resultado es una serie de viñetas
ocurrentes, a veces atractiva, a veces profundamente ociosa. En las visiones
de Don Juan se entremezclan caprichosamente simbologías prehispánicas
y signos orientales (otro tanto sucede con la pista sonora); alusiones
al sincretismo cultural -lugar común de turistas antropólogos;
imagen de una virgen guadalupana digitalmente travestida en lo que a usted
se le antoje, combinaciones cromáticas (el verde y el azul de la
androide Vera, guía de Don Juan); y una calavera danzante que acompaña
al androide en su coreografía butoh, detalle humorístico
(queremos suponer voluntario) que remite más a la película
Jasón y los argonautas que a cualquier otro referente cultural
o esotérico. Al final, las sugerencias de Athié, interesantes
como punto de partida, se dispersan, multiplican y diluyen en un marasmo
visual sobrecargado de símbolos y alegorías. La duración
de largometraje conviene mal a una cinta que podría haber resuelto
su propuesta en un corto de media hora, al prescindir, como lo hace, de
una narración ágil y atractiva, y de una preocupación
real por capturar el interés de sus espectadores. En más
de una ocasión el realizador ha expresado que no le preocupa que
el público entienda o no su película. Esto tal vez sea una
señal elocuente de que Athié desea hacer un cine cada vez
más personal -al límite casi del monólogo.