Javier Wimer
La mente del asesino
Estados Unidos es el principal organizador de las guerras en el mundo. Desde su más temprana edad se ha venido apropiando de territorios y recursos ajenos, siempre en nombre de los más altos valores del cristianismo y de la democracia occidental. No es novedad que emprenda una nueva guerra de conquista, pero sí que lo haga con tan pobre cobertura ideológica.
Durante todos estos meses no ha podido encontrar o inventar una razón convincente para invadir Irak. No ha sido capaz de probar que posee armas de destrucción masiva y menos aún que tiene posibilidades e intenciones de usarlas. Se ha quedado en el esquema inquisitorial de la demostración negativa: desármese -estoy desamado-, demuéstreme que está desarmado. Diálogo que tanto recuerda al muy famoso de Las brujas de Salem: Ƒes usted bruja? -no. ƑSabe que es una bruja? -No. Entonces, Ƒcómo sabe que no es bruja?
Pero si Irak tuviera tales armas resulta evidente que no tiene capacidad para amenazar a nadie: ni a Estados Unidos y ni siquiera a los países con los que comparte fronteras y agravios históricos: Irán, Kuwait, Arabia Saudita, Jordania, Siria y Turquía. El país de Saddam Hussein está exhausto y acorralado después de la guerra con Irán, de la guerra del Golfo, de los 12 años que dura el embargo petrolero y los bombardeos angloestadunidenses.
Entre las innumerables causas de este conflicto, del proyecto estadunidense de recrear un nuevo orden geopolítico y aumentar su control sobre el petróleo a los intereses particulares de las mafias de Washington y las próximas elecciones, sobresale la dura voluntad de guerra de George Bush, punto de convergencia entre las fuerzas que impulsan la expansión imperial y el temperamento de un sicópata obsesivo.
Este hombre menor, desprovisto de ideas y de ideales, ha encontrado en la guerra el ámbito de su realización personal, su razón de ser. Ahora es el converso, el predicador y el cruzado, el hombre de Dios y su propio dios de la guerra. Por eso es invulnerable ante las voces de la razón y por eso se mantiene en el confortable páramo de la monomanía.
Supo aprovechar el espacio político que le ha dejado la destrucción de las Torres Gemelas, la frustración, la ira y el ánimo de venganza del pueblo estadunidense. La primera de sus aventuras bélicas fue Afganistán, el desolado, áspero y ruinoso refugio de Bin Laden, y luego, sin solución de continuidad, sin anuncio de cambio de programa, el Irak de Saddam Hussein, antiguo y malagradecido aliado de Estados Unidos en su compartida guerra contra Irán. Pero las aspiraciones militares de Bush no se agotan aquí. Su lista negra incluye a Corea del Norte e Irán, y podría extenderse a Cuba, a Libia y a Vietnam, y en general a cualquier país que se atreva a romper la continuidad y la tersura del mundo neoliberal.
Tener como presidente a un hombre tan limitado y fanático como Bush es peligroso para Estados Unidos y para la humanidad entera. No estamos frente a un estadista que decide fríamente apoderarse de un territorio ajeno, sino de un hombre enamorado de su proyecto criminal, de un hombre inmerso en un mesianismo ramplón que alientan y aplauden sus consejeros políticos. Inspira sus discursos el Yahvé colérico del Antiguo Testamento y nutre sus plegarias matutinas la bondad reglamentaria de la ética protestante. Demencial resulta, en todo caso, que ruegue a Dios para que sus bombas no maten a demasiados civiles cuando resultaría más fácil, aunque menos milagroso, no ordenar los bombardeos.
En realidad se trata de un asesino en serie, de la peligrosa especie de los iluminados, de los fundamentalistas, que tienen el deber y el poder de matar a millones de seres humanos. No de esos modestos artesanos que asesinan a sus víctimas de una en una, sino de los grandes criminales de la historia que matan a pueblos enteros, como Hitler o Stalin, en nombre de un mundo mejor.
Este tipo de enfermedad es de difícil diagnóstico porque los síntomas de la locura propia confluyen, se mezclan y confunden con la locura del poder. De imposible curación porque el enfermo se percibe a sí mismo en una dimensión superior, inaccesible para la gente común, y porque sus médicos, ministros y familiares dejan de ser referencia de la realidad para convertirse en fichas del juego del poder.
El caso es que Bush, no Hussein, está destruyendo el orden internacional y colocando al mundo al borde de su autodestrucción, pues nadie puede garantizar ahora que una guerra regional no se convierta en una guerra mundial y ésta en una guerra final. El club atómico ya no es tan exclusivo como antes y son varias las naciones con capacidad para emplear estas y otras armas de destrucción masiva.
Sería deseable que el mundo no tuviera tan formidables artefactos de muerte o que pudieran ser eliminados paulatinamente. Las cosas, por desgracia, no ocurren así, pues como decía Koestler: el hombre no puede desinventar lo que ya ha inventado. En el futuro próximo habrá más y no menos estados con armas atómicas y cada uno exigirá el trato que corresponde a potencia nuclear. Si Hussein las tuviera otro gallo le cantara.
Nadie podrá convencer a Bush de que Afganistán no es Irak y que no podrá llevar a buen término su utopía de guerras sucesivas e independientes. Ya ha sumido al mundo en la peor crisis de tiempos recientes y ha entreabierto las puertas del infierno. Con la invasión de Irak las abrirá por completo y el mundo pagará las consecuencias de su irresponsabilidad, de su avaricia, de su arrogancia y de su locura.
La gente que se manifiesta todos los días en contra de esta guerra infame no dispone de otros medios para evitarla. Solamente el pueblo estadunidense, cuando salga de su somnolencia mediática, podrá detener la mano del asesino.