Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Domingo 16 de marzo de 2003
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Editorial
 

UN GIGANTESCO NO MUNDIAL

El mundo opone su rechazo moral y su defensa de la justicia a la amenaza de guerra, que pisotea la legalidad internacional y la idea misma de solución pacífica y negociada a las tensiones y conflictos entre países. De ahí la magnitud y la difusión de las manifestaciones contra la guerra en todos los continentes. Por ejemplo, en una ciudad como Milán, de 3 millones de habitantes, 700 mil (un cuarto de la población) marcharon contra la guerra, mientras otros cientos de miles lo hacían en las principales ciudades españolas y en las de otros países europeos. Al mismo tiempo, desde Australia a Nueva Zelanda o Yemen, desde la isla de La Reunión a Buenos Aires, Lima, México, Washington y Los Angeles hasta Nicosia, República de Chipre, (donde nada menos que uno por ciento de toda la población del país se concentró ante la embajada de Estados Unidos), las manifestaciones marcaron claramente el rechazo a una guerra imperialista y colonialista de corte clásico organizada por Estados Unidos, que pretende hacer retroceder el mundo a las políticas y los métodos del siglo XIX.

Por eso los sindicatos europeos decretaron una huelga general de 24 horas a partir del momento mismo en que estalle la guerra, y las organizaciones sociales británicas resolvieron parar inmediatamente el trabajo y concentrarse en Londres ante el Parlamento en caso de que inicie la confrontación anunciada por el presidente George W. Bush y sus acólitos, Anthony Blair y José María Aznar. Estos, por otra parte, repudiados masivamente por sus pueblos respectivos, tropiezan con creciente resistencia de sus propios partidos, que tienen conciencia de que, si no se distancian de los dos aprendices de brujo, corren hacia un suicidio político.

Por consiguiente, y aunque la reunión en las Azores decida la guerra a corto plazo contra Irak, es evidente ya el aislamiento de Estados Unidos y su derrota política y moral. Bush ha conseguido unir contra Estados Unidos a Francia, Alemania y Rusia, que no sólo organizan una reunión del Consejo de Seguridad para intentar salvar la paz y las Naciones Unidas, sino que también estrechan relaciones con China, otro blanco de las agresiones estadunidenses. También ha logrado unir en torno al rechazo de la guerra al Vaticano, a los cristianos de diferentes credos, a los nacionalistas, los socialistas, pacifistas y los musulmanes. Su supuesta guerra contra el terrorismo y el fundamentalismo aparece al desnudo como una de conquista del petróleo y de afirmación de la declinante hegemonía estadunidense, hecha además en nombre del fundamentalismo que atribuye a Estados Unidos un carácter de excepción, de pueblo elegido y una relación directa con Jehová, el vengativo Dios de los ejércitos.

Para su cruzada, la camarilla petrolera-armamentista que gobierna en Washington ha quedado sin pretexto ideológico ni argumentos morales ni aliados verdaderos: por el contrario, siembra y reúne odios que tarde o temprano afectarán gravemente la estabilidad interna en Estados Unidos. Su aislamiento, por otra parte, le empuja a reforzar las presiones, insultos y agresiones contra los que eran sus aliados potenciales, y a imponer en el campo interno una restricción creciente de los derechos democráticos y medidas represivas que reducirán aún más el reducido margen de legitimidad de un presidente que fue elegido sin mayoría y que gobierna un país que vive una creciente crisis económica y social agravada por sus políticas.

Si Bush pudiese reflexionar, en vez de cabalgar a lo cowboy los caballos del Apocalipsis, vería en las manifestaciones una clara y última advertencia, una exhortación a detenerse mientras aún tiene tiempo antes de hundir al mundo y a su país mismo en una aventura que pondrá todo en cuestión (inclusive el poder de quienes creen ser todopoderosos).
 

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