UN GIGANTESCO NO MUNDIAL
El
mundo opone su rechazo moral y su defensa de la justicia a la amenaza de
guerra, que pisotea la legalidad internacional y la idea misma de solución
pacífica y negociada a las tensiones y conflictos entre países.
De ahí la magnitud y la difusión de las manifestaciones contra
la guerra en todos los continentes. Por ejemplo, en una ciudad como Milán,
de 3 millones de habitantes, 700 mil (un cuarto de la población)
marcharon contra la guerra, mientras otros cientos de miles lo hacían
en las principales ciudades españolas y en las de otros países
europeos. Al mismo tiempo, desde Australia a Nueva Zelanda o Yemen, desde
la isla de La Reunión a Buenos Aires, Lima, México, Washington
y Los Angeles hasta Nicosia, República de Chipre, (donde nada menos
que uno por ciento de toda la población del país se concentró
ante la embajada de Estados Unidos), las manifestaciones marcaron claramente
el rechazo a una guerra imperialista y colonialista de corte clásico
organizada por Estados Unidos, que pretende hacer retroceder el mundo a
las políticas y los métodos del siglo XIX.
Por eso los sindicatos europeos decretaron una huelga
general de 24 horas a partir del momento mismo en que estalle la guerra,
y las organizaciones sociales británicas resolvieron parar inmediatamente
el trabajo y concentrarse en Londres ante el Parlamento en caso de que
inicie la confrontación anunciada por el presidente George W. Bush
y sus acólitos, Anthony Blair y José María Aznar.
Estos, por otra parte, repudiados masivamente por sus pueblos respectivos,
tropiezan con creciente resistencia de sus propios partidos, que tienen
conciencia de que, si no se distancian de los dos aprendices de brujo,
corren hacia un suicidio político.
Por consiguiente, y aunque la reunión en las Azores
decida la guerra a corto plazo contra Irak, es evidente ya el aislamiento
de Estados Unidos y su derrota política y moral. Bush ha conseguido
unir contra Estados Unidos a Francia, Alemania y Rusia, que no sólo
organizan una reunión del Consejo de Seguridad para intentar salvar
la paz y las Naciones Unidas, sino que también estrechan relaciones
con China, otro blanco de las agresiones estadunidenses. También
ha logrado unir en torno al rechazo de la guerra al Vaticano, a los cristianos
de diferentes credos, a los nacionalistas, los socialistas, pacifistas
y los musulmanes. Su supuesta guerra contra el terrorismo y el fundamentalismo
aparece al desnudo como una de conquista del petróleo y de afirmación
de la declinante hegemonía estadunidense, hecha además en
nombre del fundamentalismo que atribuye a Estados Unidos un carácter
de excepción, de pueblo elegido y una relación directa con
Jehová, el vengativo Dios de los ejércitos.
Para su cruzada, la camarilla petrolera-armamentista que
gobierna en Washington ha quedado sin pretexto ideológico ni argumentos
morales ni aliados verdaderos: por el contrario, siembra y reúne
odios que tarde o temprano afectarán gravemente la estabilidad interna
en Estados Unidos. Su aislamiento, por otra parte, le empuja a reforzar
las presiones, insultos y agresiones contra los que eran sus aliados potenciales,
y a imponer en el campo interno una restricción creciente de los
derechos democráticos y medidas represivas que reducirán
aún más el reducido margen de legitimidad de un presidente
que fue elegido sin mayoría y que gobierna un país que vive
una creciente crisis económica y social agravada por sus políticas.
Si Bush pudiese reflexionar, en vez de cabalgar a lo cowboy
los caballos del Apocalipsis, vería en las manifestaciones una clara
y última advertencia, una exhortación a detenerse mientras
aún tiene tiempo antes de hundir al mundo y a su país mismo
en una aventura que pondrá todo en cuestión (inclusive el
poder de quienes creen ser todopoderosos).