Horacio Labastida
šNo a la guerra bestial!
Apenas hace tres días el ánimo perverso que enturbia las mentes de la alta burocracia en Washington estalló en gritos de alegría al hablar de la prueba que realizó el Pentágono con la bomba madre de todas las bombas en una base militar de Florida. El aterrador trueno que siguió a la caída del artefacto militar cimbró los lejanos alrededores de la ensordecedora explosión, y dio motivo a protestas y enojos de no pocos ciudadanos.
En otro ángulo, las declaraciones del secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, muestran la enorme carga de soberbia de la elite que hoy gobierna la patria del presidente Abraham Lincoln, asesinado el 14 de abril de 1865, exactamente cinco días después del triunfo yanqui sobre los confederados del sur.
La novedosa arma, capaz de convertir en cenizas a miles de gentes que se hallen en el área de medio kilómetro desde el punto de denotación, seméjase a las atómicas lanzadas sobre Hiroshima y Nagasaki, en agosto de 1946. Según confiables voces de la Casa Blanca y del Pentágono, tal cualidad genocida tranquiliza la conciencia de la citada alta burocracia, pues estima que el uso de la fuerza nuclear tiene aspectos inhumanos, lo que no sucede, dicen, con una magna detonación de dinamita, ya que inmolar familias de esta última manera, aseguran, es compatible con la lógica de las guerras convencionales.
Y otros sentimientos igualmente enfermizos saltan del escenario en que se efectuó el estallido. Repetidas veces Bush y su vicepresidente, Dick Cheney, dueño de la próspera empresa Halliburton, vinculada con servicios mercenarios de defensa e inteligencia, según informes del profesor Michael Chossudobsky (Guerra y globalización, Siglo XXI, p. 126 y ss.), han afirmado que la guerra que pretenden desatar contra Irak y el gobierno de Sadam Hussein tiene la finalidad fundamental de desposeerlos de las variadas armas de destrucción masiva que esconden en lugares tan misteriosos que ni los persistentes inspectores de Naciones Unidas ni los registros electrónicos estadunidenses han podido detectar. Sin embargo, para Bush, Cheney y el círculo fundamentalista que los rodea no hay duda de que tales armas existen, originándose así, una vez más, la incalificable mentira mediática que se expande en el mundo después del 11/7; y lo abochornante de tan impúdicas declaraciones relumbra cuando se comprende que no hay gobierno en el mundo que posea mejores y más destructivas armas de destrucción masiva que las almacenadas por el Tío Sam; prueba obvia es nada menos que la deflagración de la bomba llamada MOAB, por las siglas del nombre que la bautiza: massive ordenance air burst.
Y salta la terca pregunta, Ƒpor qué desarmar a Hussein y no a Bush? La respuesta ha sido dada por el mismo círculo selecto de la burocracia washingtoniana, a saber: es necesario desarmar a Hussein porque Hussein encarna el mal, y no a Bush, porque Bush no es en sí mismo el bien, aunque sí supremo vicario del bien, tal como al lado de 1933 fue reverenciado Hitler por los alemanes al otorgarle la investidura de führer o el guía eminente que describiera Joseph Goebbels (1897-1945) en los medios de comunicación controlados por el partido nazi. Así fue metamorfoseado Hitler en el führer mítico que intentó arrastrar al mundo a un abismo sin fin.
Recordamos esto porque lo mismo sucede en Washington, donde diversos goebbels se ocupan en revistas, radio, periódicos y constantes transmisiones televisivas de hacer de Bush la personalidad mítica que abrirá las puertas de la felicidad a la comunidad humana con lanzamientos virtuales o actuales de bombas tipo MOAB o atómicas, si los problemas lo exigen.
Por hoy las cosas son transparentes. Dueños de armas de destrucción masiva y de una visión que los afirma como autores del pensamiento único que haga posible el establecimiento en el planeta de un totalitarismo global, los hombres de la Casa Blanca están apercibidos de que para redondear su proyecto les falta sólo la cabal posesión de un elemento esencial en la vida productiva de las naciones: el petróleo, cuyo usufructo en manos estadunidenses entregaríales una hegemonía aperplejante: el inevitable sometimiento de las soberanías de los estados al mando del supercapitalismo estadunidense y su formalización política en la Casa Blanca.
Los países rebeldes a este mando serían sometidos al verse privados del recurso vital con las técnicas de bloqueos comerciales y de operaciones financieras puestas en práctica por Washington y organismos asociados -FMI, Banco Mundial y otros- para asfixiar a gobiernos opositores. Las contradicciones del plan son enormes y agobiantes. Unas se expresan en el Consejo de Seguridad de la ONU, porque semejante táctica estadunidense gestaría crisis en poderosos círculos capitalistas no vinculados al Tío Sam, y otras muestran profundas adhesiones a los ideales que elevan y perfeccionan a la sociedad, incompatibles con el pensamiento único que proclama el presidente Bush.
El pueblo mexicano está en el segundo grupo, y consecuentemente el presidente Fox tendrá que emitir voto contrario a la guerra en el mencionado Consejo de Seguridad, en acatamiento de los principios históricos y actuales sancionados por el Congreso de la Unión en la fracción X del artículo 89 constitucional. Hacerlo de otro modo sería ignorar los valores de nuestra nacionalidad y la dignidad universal del hombre.