Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Jueves 6 de marzo de 2003
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Política

Adolfo Sánchez Rebolledo

ƑEs México independiente?

El debate suscitado en torno al voto mexicano en el Consejo de Seguridad trasciende el problema de la guerra y la paz y nos remite a un asunto crucial que podríamos formular con una pregunta hiriente: Ƒsigue siendo México un país soberano o, por el contrario, los compromisos adquiridos con la gran potencia del norte nos obligan a seguirla incondicionalmente? A juzgar por ciertas opiniones, México ha llegado a un grado tal de integración -es decir, dependencia- que ya no existe ningún margen de maniobra para una política nacional digna de tal nombre. En ese sentido, se dice, lo que verdaderamente conviene a "nuestros intereses" es permanecer al lado de la potencia sin contrariarla para así evitar las más que seguras represalias. A lo más que se atreve esta postura es a "condicionar" el apoyo en el Consejo de Seguridad a la obtención de algunos privilegios, como podría ser la firma del programa migratorio entre ambos países. En otras palabras: se ofrece vender el voto a cambio de un trato bilateral positivo que hoy no existe. Y a eso llaman "defender los intereses" de México.

Quienes hoy piden en nombre del realismo, instalados en simples consideraciones de costo-beneficio, que México apoye la postura estadunidense optando por los intereses, no por los principios, confunden deliberadamente dos cuestiones, pues los postulados que se definen como "principios" no son, no pueden ser más que la expresión codificada de los intereses más generales de la República. Se podrá decir que dichos principios son figuraciones del pasado, momias jurídicas en un mundo práctico donde la economía y la fuerza militar prevalecen. Sin embargo, no es una casualidad que tales principios se hallen consignados en la Constitución General de la República, la misma que el Presidente ha protestado defender y respetar. Privilegiar la búsqueda de la paz, sostener los postulados de la no intervención y pronunciarse en todo momento por la solución pacífica de las controversias no son ideas ni formulaciones vacuas, sino instrumentos de enorme importancia que permiten a México navegar en la globalización sin renunciar a dirigir su propio rumbo. Precisamente porque la idea de un orden mundial justo es incompatible con las desigualdades y el avasallamiento de unos estados por otros que aún persisten, México está obligado a fortalecer sus propias instituciones, estableciendo, como escribe el ex secretario de Relaciones Exteriores Bernardo Sepúlveda, "un equilibrio adecuado entre los compromisos internacionales asumidos voluntariamente en acuerdos de asociación, libre comercio o concertación y la facultad soberana de adoptar decisiones públicas en el marco de las instituciones democráticas que respondan a su exclusivo interés nacional" (La globalización y las opciones nacionales. Fondo de Cultura Económica, 2000).

La idea muy en boga entre ciertos analistas de que la globalización anula la soberanía de los estados nacionales es, en verdad, una simplificación extrema que no da cuenta de la verdadera complejidad del mundo actual, pues se olvida del hecho fundamental de que los estados que imponen la agenda no han renunciado de ninguna manera al ejercicio, incluso excluyente y hegemonista, de su propia soberanía, que ahora se extiende fuera de sus fronteras hasta abarcar el ámbito mundial.

Una cosa es que se acepten determinadas reglas supranacionales en aspectos importantes de la vida social y económica, y otra muy diferente que por ello la soberanía de los estados y los intereses nacionales propiamente dichos desaparezcan automáticamente. La clausura del viejo nacionalismo sustentado en el proteccionismo económico tendría que desembocar en la modernización de las instituciones de la República, en un nuevo y más provechoso intercambio con el mundo, no en el fin de toda política exterior independiente que lleva a la integración concebida a la manera de algunas antiguas potencias coloniales, que soñaban con un mundo hecho a su imagen y semejanza.

Quienes vislumbran la formación de una unión con Estados Unidos al estilo de la comunidad europea como argumento para justificar el nuevo realismo en materia de política exterior se quieren saltar la parte medular del proceso, que consistió en homologar las condiciones económicas y sociales de cada país como palanca para construir la futura unidad en un solo Estado. Allí, en Europa, había un trato entre iguales. Aquí, en cambio, México debe lidiar no solamente con principios éticos o jurídicos, sino, sobre todo, con la desigualdad y la prepotencia de sus vecinos. Esa es la realidad. Nadie en su sano juicio desea una confrontación así sea pacífica o diplomática con Estados Unidos, menos recibir el castigo al que seguramente México se haría acreedor si vota contra la guerra en la ONU, pero México no tiene opción si en verdad quiere defender sus intereses de largo plazo.

Apoyar la salida pacífica al conflicto con Irak o cualquier otro significa mantener viva la idea de que el orden global existente puede y debe ser menos injusto de lo que ya es. Sumarse a la aventura belicista del gobierno estadunidense será el signo de una profunda derrota nacional, la peor concesión a los integracionistas de siempre que no entienden por qué México no es ya una estrella más en la bandera de Estados Unidos o, en el peor de los casos, un Estado Libre Asociado, por lo menos.

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