Adolfo Sánchez Rebolledo
Fin del conformismo
La pasividad ante el mundo que la revolución conservadora consagró como virtud ciudadana ha sufrido un saludable revés: el fin de semana pasado vimos multitudes recorriendo las calles de Europa, Asia y Latinoamérica pidiendo lo mismo: una oportunidad a la paz. También en Estados Unidos se escuchó la voz de una disidencia comprometida y valerosa cantar contra la guerra: alguien recuerda Vietnam, aunque la verdad ahora las cosas son muy diferentes y hay poco que comparar, salvo la expresión de esa vitalidad contestataria que siempre está latente en el pueblo estadunidense, en sus grandes artistas y escritores.
En un instante, las manifestaciones contra la guerra echan por tierra el conformismo sembrado durante los años victoriosos del fin de la guerra fría y el "pensamiento único", vivificando un sentimiento de esperanza en el género humano, en su capacidad de decir no, teniendo como norma de conducta insustituible el respeto a los derechos de los demás, la necesidad de garantizar la vida y la paz de la humanidad. Los manifestantes del 15 de febrero renuncian a la idea del mundo que divide maniqueamente a los hombres usando la utilería verbal del conservadurismo religioso, como cuando Bin Laden llama a la "guerra santa" o Bush encasilla a sus adversarios en un "eje del mal" fantasmagórico y medieval en pleno siglo XXI. La exigencia de la paz es sobre todo un llamado a la racionalidad, a desarticular la vigencia de ese lenguaje arcaico que encubre la naturaleza de los problemas y omite reconocer en la globalización la diversidad de la sociedad humana y la dignidad de sus integrantes, su igualdad esencial.
Es verdad que Hussein, un dictador indefendible por lo demás, dejado a sus encantos sería incapaz de generar la menor simpatía hacia su causa, y, sin embargo, mucha gente comprende que la defensa de Irak es, en definitiva, una reacción justa y necesaria para evitar que la legítima guerra contra el terrorismo se convierta en el camino hacia la barbarie que se nos ofrece sibilinamente a partir de un supuesto e inevitable "choque de civilizaciones" o, sencillamente, predicando la contención de las libertades, la utopía del Gran Hermano.
De hecho, ésta es la primera respuesta verdaderamente universal a las pretensiones de hegemonía de Estados Unidos tras el "fin de la historia", a los deseos expuestos de mil maneras por el gobierno estadunidense de hacer de la globalización un mecanismo que se identifica con sus intereses nacionales siempre en expansión, es decir, con su intocada e intocable soberanía. La crisis diplomática entre la Casa Blanca y sus aliados europeos ha puesto en la mesa varias lecturas de lo que hoy significa Occidente, así como interpretaciones divergentes en cuanto al papel que a Estados Unidos, en su calidad de superpotencia, le corresponde desempeñar. Alemania y Francia aprovechan el momento y se inclinan por un reajuste de las relaciones internacionales que convierte a Europa en un sujeto cabal, que tiene cosas qué decir respecto de la conducción del mundo. En cambio, otros como "el capitán de la banda de los ocho, José María Aznar", bautizado así por el editor de El País, se sienten cómodos con el papel de aliados útiles que Washington les ha asignado, siempre a la espera de un trato especial que en el futuro les haga ganar puntos en el Imperio.
Con todo, ni la resistencia diplomática ni las presiones desde la calle parecen conmover el proyecto estadunidense. La Casa Blanca únicamente confía en sus fuerzas y aunque preferiría que el Consejo de Seguridad respaldara sus acciones, por lo pronto se apresta a la guerra con o sin unanimidad, con o sin una gran coalición. Ya veremos.