León Bendesky
Ley
En las semanas recientes se nos ha presentado de nuevo todo el elenco de esa vieja serie de televisión llamada La ley del revolver. Con trama diferente, pero la misma distinción entre buenos y malos, como siempre hace de manera maniquea la televisión comercial, recordamos la entretenida serie. Ahí están el marshall Dillon y su alguacil Chester, quien cojeaba de una pierna, el Doc, que se encargaba de los heridos, y la bella señorita Kitty, todos enfrentados a los maleantes que acechaban continuamente la simple existencia del pequeño pueblo del oeste estadunidense en plena expansión. En Dodge City imperaba la ley del más fuerte, pero Dillon estaba ahí, con su placa orgullosamente prendida del pecho para proteger al pueblo, que por supuesto tenía una taberna que funcionaba como casino y prostíbulo. Por fortuna la ley estaba en buenas manos y los ciudadanos así lo reconocían.
Sabemos que las leyes son las normas que regulan las relaciones sociales a partir de enunciados en los que se establece determinada conducta para quienes la conforman. Sabemos que las leyes están sostenidas por la coerción organizada de esa misma sociedad. Sabemos que el carácter jurídico de las leyes, originado de la autoridad legítima del Estado, impone una sanción a quien las quebranta. Si sabemos todo eso y si aceptamos esta definición, podremos entender con claridad qué ocurre cuando las leyes no se cumplen. Es una verdadera tara social y política hacer como que no se sabe lo que bien se sabe.
La ley no es sólo un concepto abstracto, sino que tiene eminente sentido práctico, el cual deriva del hecho de que impone sobre los individuos, los grupos, las organizaciones, las empresas, el gobierno, y sobre el mismo Estado, un comportamiento definido que emana del orden social prevaleciente. Por su origen social la ley es establecida por los hombres para sí mismos con el fin de vivir del modo más seguro y conveniente. Es la base de una forma de existencia en común, por ello mismo es perfectible, lo que depende de la distribución del poder en todas sus formas, de la representación que tengan las distintas partes y de la capacidad, es decir, de la voluntad política para hacerla cumplir.
Para los mexicanos esta noción de la ley aún es bastante difusa, no tiene una expresión definida que la convierta en sustrato de la vida colectiva; éste es uno de los grandes temas de la llamada transición a la democracia que nos ocupa y que suele perder su rumbo de manera persistente. Este es un factor de debilidad social muy grande que afecta la forma en que se establece la convivencia, en que se distribuye el poder, por cierto de modo tan desigual como la riqueza, y que frena la posibilidad de progreso, crecimiento económico y bienestar en el sentido físico y también cívico.
Los medios de comunicación tienen una cuota muy grande de poder, en especial la televisión privada, que ejercen con la convicción del que conoce bien ese poder frente a la sociedad y el Estado.
El pleito actual entre dos empresas de ese ramo es una clara evidencia del caso. Tanto como una disputa estrictamente mercantil, como intenta presentarse públicamente, y mucho más como un caso en el que está involucrada una concesión pública, el asunto se salió del marco de la ley y la intervención del gobierno no ha estado a la altura de las circunstancias. Las cosas se hicieron como en Dodge City: se hizo justicia por propia mano y se violentó la ley con impunidad, hasta cierto punto permitida por las autoridades acrecentando la incertidumbre y la impotencia que sienten los ciudadanos. Es irrelevante en este caso la personalidad de cada una de las partes, ambas poco atractivas; lo es también el motivo del litigio, pues en los términos que atañen a la sociedad la ley quedó al margen y el poder del Estado y la capacidad del gobierno otra vez resultaron disminuidos.
Además del asunto central de la ley y su aplicación quedó expuesta la débil política pública con respecto a los medios de comunicación. Esto no tiene que ver con libertad de expresión, sino, otra vez, con el poder privado frente a la sociedad. El espacio privado en los medios electrónicos debe estar bien definido en el marco de la ley y de la libertad individual, pero lo que no está planteado de manera abierta es la acción estatal en este terreno. El Estado no tiene participación y presencia suficientes en cantidad y calidad en la radio y la televisión, con una alternativa bien definida política y, en particular, culturalmente. A los gobiernos corporativos y autoritarios de antes no les interesaba tenerla y hoy no hay una postura clara al respecto; al contrario, existe enorme confusión. Esto sólo conviene a los intereses privados menos aceptables y va en detrimento de la democracia que se dice querer y lo que debería ser motivo de gran preocupación de la inteligencia colectiva.
El pleito de las televisoras tiene que abrir un doble debate sobre la vigencia de la ley, así como de la participación estatal y de la sociedad en los medios de comunicación.