Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Jueves 9 de enero de 2003
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Política

Adolfo Sánchez Rebolledo

Los medios son el poder

Uno de los peores vicios de nuestra imberbe democracia es la importancia desmedida que los medios electrónicos tienen en la determinación de la política actual. No me refiero sólo a la influencia que ejercen sobre las conductas prácticas de los ciudadanos en una sociedad de consumo, a la fuerza de la información que fluye por sus canales, a su capacidad para modelar gustos y fijar valores y creencias de la audiencia, que es inmensa, sino a una presencia mucho más específica y particular que va más allá de los contenidos de sus programas para insertarse en los mecanismos propios del quehacer político, en la dimensión del poder. Mientras el Estado huye de sus responsabilidades para no interferir en el ejercicio de la libertad de prensa, las empresas mediáticas ocupan espacios que por su naturaleza son políticos.

Una primera expresión de esta tendencia es que los medios se convierten en sujetos, en "actores" que ac-túan sin restricciones "políticas" en la determinación de la agenda pública, tratando de inclinar la balanza en función de sus propios intereses, en nombre, claro está, de la libertad de expresión que la ley garantiza a todos los ciudadanos.

En ese sentido son plenamente autónomos, pues la única limitación, si existe, proviene de los "códigos de ética" tácitos o explícitos que ellos mismos interpretan. Se aduce que cualquier intento de reglamentar a los medios no es otra cosa que un ataque autoritario a la libertad de expresión o, si se prefiere, a la "libertad de empresa", pero no se dice que la autorregulación presupone como condición una pluralidad de voces, la posibilidad de los ciudadanos de elegir entre una variedad de posturas que por desgracia no siempre se dan en el caso de la televisión.

Es verdad que los medios son imprescindibles para el ejercicio de una política democrática digna de tal nombre, pero lo cierto es que hemos pasado de la exclusión de las oposiciones (o en la deformación sistemática de sus posturas) a la dependencia más absoluta de los partidos respecto de las empresas de comunicación.

Lo último que alguno de ellos quisiera sería malquistarse con ellas, menos promover una reforma legal que pudiera afectar la situación presente que por lo visto da y quita en el ámbito electoral.

Gracias a los enormes recursos que los partidos canalizan para promoverse en los medios se ha fortalecido el segmento político del mercado mediático, pero se ha venido disminuyendo la oportunidad de darle un nuevo sentido al servicio público que prestan las televisoras. Como no existe, propiamente hablando, una televisión "pública" que sirviera para equilibrar las ofertas de pantalla, la sociedad debe conformarse con los espacios que mínimamente se abren para probar "el cambio", y no hay más.

Desde que el gobierno remató su propia televisora, lo único que hemos visto crecer con pocas excepciones es el negocio de los medios, no su calidad. Ciertamente, el Estado sigue siendo el dueño original de los espacios radioeléctricos que se otorgan como concesiones, pero este estatus no afecta en lo absoluto a las empresas que sólo rinden cuentas al mercado, que es su única y última razón de ser.

Sin embargo, con ser grave, eso no es lo más preocupante. La verdadera alarma surge cuando se comprueba que las poderosas empresas de la comunicación tienen el poder suficiente para determinar el contenido de las leyes que regulan su relación con el Estado y la sociedad, como ocurrió recientemente con las famosas reformas a los reglamentos en la materia o cuando alguna toma la justicia en sus propias manos para imponer por la vía de los hechos lo que no consiguió en los tribunales. Por desgracia, tal conducta no es simple error, un "exceso" lamentable, sino la expresión de un estado de cosas que hace de las empresas televisivas entes intocables, factores reales de poder que no están sujetos al control del Estado.

La privatización que dio origen al "mercado" televisivo, por llamarlo de alguna manera, canceló el matrimonio perverso entre el monopolio y el Estado presidencialista pero no sirvió para sanear el "modelo" de comunicación. No se creó una verdadera "opción", en el sentido democrático que la sociedad reclamaba al menos desde 1968, sino que se reforzó un esquema mercantil de espaldas al interés público.

Por eso, cuando el Presidente de la República pregunta "Ƒy yo por qué?" para justificar la inexplicable inacción gubernamental ante el atropello cometido por TV Azteca contra CNI, sólo viene a confirmar torpemente lo que es un hecho desde hace mucho: que la comunicación pública es un asunto privado en el cual el gobierno no desea entrometerse, o la expresión de un compromiso estratégico para hacer juntos el camino de convertir a México en el mejor de los negocios.

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