Hermann Bellinghausen
Gente que habla sola
Entré a la vinata de Rafud el palestino de la esquina como si llevara prisa, a comprar cigarros. En la entrada hay un teléfono de monedas, brillante, chapado en aluminio, imposible de ignorar. De espaldas, enfundada en una chamarra que parecía inflada de aire, de esas bien sintéticas, una mujer hablaba airadamente al auricular en un idioma que me sonó conocido, pero no presté atención.
Un minuto después salí y caminé a cruzar la calle. A mi lado la mujer, una muchacha, hablaba en voz alta, en portugués. Como había luz roja en el semáforo, volteé a mirarla. Era negra, quiero decir, mulata, con el cutis un poco maltratado, larga cabellera y rostro de diosa yoruba. No muy alta. Sinténdose descubierta en su soliloquio, de inmediato y sin pudor se dirigió a mí:
-Sí, ya sé. La gente que habla sola parece loca. Pero en realidad, nadie nos conoce más que nosotros mismos, nadie nos entiende mejor. ƑCierto?
Asentí con la luz verde y cruzamos la avenida al mismo paso. Yo no me reí pero dijo:
-Aunque te rías, es la verdad.
Echaba vaho por la boca. Principios de invierno. Sonaba divertida. Divertida de su malhumor. Obviamente venía de un desencuentro telefónico de esos que son tan comunes hoy en día. Se le concede demasiada credibilidad al teléfono, Ƒno? Demasiada. La cosa es que a la muchacha lo mismo le daba hablar conmigo o con quien fuera.
Recuerdo el cielo. Muy azul, surcado de hileras de nubes como las rayas intermitentes pintadas en las carreteras, o estelas en el agua. Así por todo el horizonte hasta el fondo. En sentido opuesto, apresurados y soberbios, hablando en voz alta no entre sí sino para sendos celulares, se aproximaron dos jóvenes hombres de negocio chinos, de abrigo británico con el cuello alzado y pelo revuelto por el viento. Casi nos arrollan. Eran altos. Ni nos vieron. La muchacha se río.
-ƑDe dónde eres? -creo que le pregunté. Como sea, dijo:
-Soy brasileña. ƑY tú?
Le dije y por supuesto no me creyó, pero estoy acostumbrado, así que no insistí. Su cabellera larga, ensortijada, negra, era presa de la diadema de unos audífonos grandes, profesionales. Quiero decir, no esas píldoras duras que uno se mete ahora en las orejas, sino dos cojines aparatosos. Depuestos, casi le rodeaban el cuello, sin ocultar lo largo que era.
-Hace cuatro cinco seis más años salí de mi casa -cantó, olvidada de mi presencia.
-ƑDecías?-dije tontamente.
-Nada -se interrumpió, y volvió a sonreir, cambiando el canal de sus sueños. Me dio la impresión de cambiar de canal con envidiable facilidad. Hacía un momento vociferaba indignada. Pensé, prevenido, "sólo falta que le dé por llorar".
-Odio este barrio -dij-. Siempre me pierdo. Y la gente que busco salió o no quiere estar.
Al llegar a la otra esquina, nuestras sendas se bifurcaron. Ella siguó de frente y yo doblé al este, al pan. Un pan mexicano, buenísímo, que cuecen por ahí. Conchas, empanadas de crema y de mermelada, ochos, espejos, chilindrinas.
Pasaron, no sé, dos o tres horas. Ya había olvidado a la diosa (bueno, semidiosa) yoruba, de acné en las mejillas y pupilas a punto de carbón, que irradia armonía, si no con el mundo al menos consigo misma. Al abordar el metro hacia las subciudades del sur de San Francisco, la vi subir al convoy que iba al norte de la bahía. En una bolsa de plástico transparente llevaba un vibrador eléctrico. Negro como una espada, de pilas. Recién comprado, supongo, en los almacenes de Good Vibrations, a pocas cuadras, en el barrio que odia.
Llevaba puestos los audífonos igual que pompones invernales. Busqué su mirada, por si nos sonreíamos algún adiós, pero ni se enteró de mí. No se lo tomé a mal. Podíamos, yo y el mundo, estar fuera de ella pero ella, bendita sea, no estaba fuera de sí.