CON VISTA AL AZOCALO
José Agustín Ortiz Pinchetti
Navidad en el DF
A PARTIR DE octubre nuestra ciudad entró en el espíritu navideño. Una ofensiva comercial arrolladora barrió con las defensas de los capitalinos e impuso la alegría de las fiestas. Desde mi oficina en el Zócalo veo el hormigueo de compradores y vendedores, oigo villancicos, aleluyas protestantes, tintineos de estación. El elenco de renos, santacloses, enanos barbudos y la luminosidad intermitente de adornos y cenefas completan el aturdimiento propio de la estación.
LA NAVIDAD COINCIDE con el solsticio de invierno. Para los antiguos pueblos agrícolas era un momento de receso. Después de las cosechas del verano, las tierras descansaban y los hombres se recogían. Ocurría el momento más oscuro del año, profundo, misterioso, sagrado. Tiempo de mirada interior. Y en este mismo proceso participamos, de modo inconsciente, los urbanitas de hoy.
LA NAVIDAD TIENE tres dimensiones: conlleva una mirada hacia lo celeste, es decir, a los misterios. La inteligencia cósmica nos convoca a una meditación; a dar gracias por el cierre de un ciclo y a prepararse para el advenimiento de otro; a aceptar la brevedad de la vida y el continuo recomenzar de todas las cosas; a alborozarnos por el sublime y maravilloso orden que se manifiesta en la naturaleza y en el mundo de las ideas. Pero el ámbito de lo sagrado está bastante desprestigiado, particularmente en la ilustrada clase media.
EN ASPECTOS MAS terrenos, la estación navideña alienta una tregua para descansar, reflexionar y reforzar los vínculos fundamentales. Hacer lucir de nuevo las amistades y los compromisos más profundos. El grupo humano se celebra a sí mismo y a su continuidad en la familia, en una secreta identidad con los animales.
LA FIESTA ES la parte central de la Navidad. Nuestra alegría de estar vivos, de estar juntos, se vuelve dispendiosa. El derroche está permitido y estimulado y deriva en una excitación maniaca disfrazada de regalos, bebida, alimentos que se devoran, abrazos y reconciliaciones no muy auténticos. Tal vez estemos encubriendo una depresión sabia que nos advierte de la inevitable y progresiva proximidad de la muerte.
LA CURSILERIA DE los norteamericanizados usos y costumbres de nuestras clases medias, el consumismo, esa especie de bonhomía breve y artificial que nos asalta, las montañas de regalos -que deberíamos reservar sólo a los niños-, el ruido navideño, no pueden restaurar la ausencia de lo sagrado. El acercamiento gozoso con los amigos y familiares, los abrazos sin culpas, limpiar el propio corazón, un poco de silencio, sí nos empujarán a una verdadera epifanía. La ciudad misma y sus cercanías son escenarios apropiados para los rencuentros, los retiros y las celebraciones, para regresar al espíritu infantil y aceptar la nostalgia sin amargura.
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