LA MUESTRA
El príncipe de la calle
ALI ZAOUA, marroquí, doce años, es entrevistado al lado de sus compañeros, miembros de una pandilla de niños de la calle. El líder de la banda es Dib, un adolescente tiránico, casi mudo. Cuenta Alí a la televisión local haber huido muy niño de su casa cuando su madre intentaba vender sus ojos a traficantes extranjeros. La cámara se detiene en cada niño, algunos llevan el rostro surcado de cicatrices, se escuchan indicaciones en francés, todo hace pensar en un documental y en la posibilidad de una sucesión de testimonios parecidos.
LUEGO DE este arranque, El príncipe de la calle (Ali Zaoua), segundo largometraje del marroquí Nabil Ayouch (Mektub, 1998), transita sin tropiezos a un relato naturalista, que en más de una ocasión maneja elementos fantásticos y un tono, símbolos y estructura de cuento de hadas. Alí sueña con ser marinero y llegar hasta una isla misteriosa donde por las tardes se ocultan dos soles, y donde tal vez él será príncipe. Alí muere desde las primeras escenas, y para otros tres niños de la calle su figura se vuelve mítica, casi legendaria.
EL RETO principal para el realizador de esta cinta era evitar los escollos más comunes en este tipo de relatos: aprovechamiento estético de la miseria, tremendismo con denuncia social al calce, desbordamiento melodramático. Nabil Ayouch logra el distanciamiento, busca la veracidad en cada escena, y los niños participantes son niños de la calle interpretando sus propios personajes, ajustándose con elasticidad a los requerimientos de sus roles. Habrá que reconocer el desempeño estupendo del niño Omar (Mustafá Hansali) en su visita a la madre de Alí, o el modo elíptico, muy eficaz, en que el cineasta señala la violencia sexual contra menores en el castigo, desfogue, que Dib impone a Boukber, el niño más pequeño.
FRENTE A esta sordidez, jamás enfatizada, presente sin embargo en toda la cinta, los niños buscan la evasión a través de la fantasía onírica y del cemento inhalado. Una evasión no muy distinta a la que muestra el colombiano Gaviria en su Vendedora de rosas. Alí, príncipe de la isla imaginaria, se vuelve héroe inesperado en Casablanca, la moderna ciudad enemiga --todo un emir de la calle, figura emblemática, casi tutelar de los tres infantes.
NABIL AYOUB ha elegido el tono discreto de una fábula que se desentiende de todo señalamiento social directo. Lo que se inicia con tono de documental pronto deriva en relato intimista y, pudiendo con facilidad naufragar en el sentimentalismo (historia de la madre, casi loca, buscando a su hijo muerto), o en el patrocinio moral (la mirada vertical adulta, siempre distante) consigue sin embargo acentos de sinceridad y de precisión emotiva. Una dignidad poco acostumbrada en relatos que casi siempre convocan el tremendismo. Esto en sí es siempre una sorpresa agradable.