CHECHENIA: LA GUERRA OLVIDADA
El
asalto al teatro Dubrovka, perpetrado antenoche en Moscú por un
comando de rebeldes independentistas chechenos que mantenían, hasta
el cierre de esta edición, a unos 700 rehenes en el local, pone
en primer plano la persistencia de una guerra colonial injusta, criminal
y absurda que ha diezmado al pueblo de Chechenia y que ha colocado a la
Rusia postsoviética en un abismo militar, económico y, sobre
todo, moral, que no parece tener fondo.
El cruzar apuestas con la vida de civiles inocentes es,
ciertamente, un método de lucha injustificable y repudiable en todos
los casos, y particularmente en éste, en el que los atacantes atraparon
a una multitud de espectadores de teatro, por completo ajenos al drama
que padece Chechenia desde hace, cuando menos, tres años.
Al mismo tiempo, debe señalarse que los responsables
últimos de la angustiosa crisis que se vive en las horas actuales
en Moscú son los gobernantes rusos --Boris Yeltsin y Vladimir Putin--
quienes decidieron retomar la política colonialista del viejo imperio
de los zares contra pueblos a los que se estimó demasiado débiles
e incapaces de preservar o reivindicar su soberanía. En 1991 Yeltsin
carecía de medios militares, diplomáticos o económicos
para mantener el control de Moscú sobre repúblicas como Ucrania,
Georgia, Bielorrusia, Uzbekistán, Turkmenistán, Kazajstán
y otras ex integrantes de la URSS, de modo que se unió a ellas para
firmar el acta de defunción de la Unión Soviética.
A los secesionismos que surgieron dentro de Rusia, como el checheno, les
deparó, en cambio, un trato implacable, cruel y hasta genocida.
Prueba de ello fue el bombardeo de Grozny, la capital de la martirizada
Chechenia, con todo y sus habitantes dentro --fueran o no combatientes
independentistas-- en 1999.
Los testimonios que han podido recabarse de esos episodios
hablan de crímenes de guerra comparables a los perpetrados por Slobodan
Milosevic en Bosnia y Sarajevo o los cometidos por el gobierno israelí
en los territorios palestinos ocupados. Y sin embargo, hasta la fecha,
en los campos de Chechenia Rusia se ha empantanado en una suerte de segundo
Afganistán: puede mantener allí un régimen títere
y un mínimo control, pero a cambio de enormes e injustificables
bajas militares --fuentes occidentales calculan que unos 125 soldados rusos
son muertos o heridos cada semana-- y de una represión feroz contra
los habitantes del país.
Los procedimientos terroristas de toma de rehenes son
injustificables y condenables, ciertamente, pero los asaltantes del teatro
Dubrovka han hecho llegar al gobierno ruso una reivindicación fundamentada
y plena de sentido común: que las tropas rusas salgan de Chechenia
y que termine la carnicería que efectúan allí. Cabría
esperar que, por una ocasión, el gobierno ruso dejara de lado su
autoritarismo y las razones de Estado y, en lugar de provocar un baño
de sangre en el corazón de Moscú y una nueva escalada represiva,
entendieran de una vez por todas que la independencia de Chechenia es un
precio realmente moderado para detener la guerra, el terrorismo y la degradación
moral de los contendientes.