TIEMPOS OFICIALES: VERGÜENZA Y DESCARO
El
pasado jueves 10 de octubre, en el marco de un festejo privado de la Cámara
de la Industria de la Radio y la Televisión (CIRT), el hasta ese
momento presidente de ese organismo cupular, Bernardo Gómez, anunció
que el titular del Ejecutivo federal, Vicente Fox --presente en el encuentro--
había decidido regalarles a los empresarios del ramo más
de dos horas diarias de tiempos de transmisión que pertenecían
al Estado.
La determinación correspondiente fue adoptada en
la forma clásica de la arrogancia presidencial priísta que
había parecido extinta: en negociaciones secretas entre el mandatario
y los operadores del duopolio televisivo que padece nuestro país,
de manera violatoria a la Ley Federal de Transparencia y Acceso a la Información
Pública Gubernamental, orgullo de la presidencia foxista, y en forma
tal que significó una vergonzosa genuflexión de la institución
presidencial ante intereses particulares y una bofetada a la ciudadanía,
así como a los investigadores de las organizaciones sociales y los
legisladores que habían venido participando en la mesa de diálogo
para modificar la legislación que regula el funcionamiento de los
medios electrónicos.
Por la vía del decreto --es decir, de espaldas
al Poder Legislativo y en contravención del más elemental
sentido democrático-- la Presidencia abrogó el Reglamento
de la Ley Federal de Radio y Televisión, que estaba en vigor desde
1973, y promulgó uno nuevo en el que se cede un espacio que debiera
ser irrenunciable, porque es propiedad de la nación. En efecto,
ha de considerarse que las frecuencias otorgadas a los empresarios privados
de la radio y la televisión son un bien nacional y, por ende, patrimonio
de todos los mexicanos, no únicamente de las familias Azcárraga
y Salinas. Las concesiones las obtuvieron del Presidente en turno, no de
una licitación pública.
Si Fox no midió la enormidad de su traspié,
es probable que las severísimas críticas formuladas por las
personas que más conocen de medios informativos en su propio partido
--los legisladores Javier Corral Jurado y María Teresa Gómez
Mont-- se hayan encargado de situarlo en la realidad: su gobierno ha traicionado
promesas centrales de campaña en materia de transparencia, democracia,
equidad, decencia y respeto al patrimonio nacional. Sea cual sea el costo
político, cabe exigir que el Presidente rectifique y dé marcha
atrás en el oprobioso acto de gobierno que perpetró la semana
pasada.
De los concesionarios beneficiados por el error o la sumisión
presidencial habría podido esperarse, cuando menos, discreción
y prudencia declarativa. Por el contrario, el enorme botín que acaban
de obtener parece haberlos llevado a nuevas expresiones de insolencia y
cinismo. En ese tenor, Ricardo Salinas Pliego, dueño de TV Azteca,
se quejó, antier, por el hecho de que, en lugar de las tres horas
cedidas por Fox, "nos cargan de puerquito 18 minutos"; en el mismo sentido,
Emilio Azcárraga Jean, propietario de Televisa, y quien por lo menos
sabe hablar, dijo que tal disposición "sigue siendo injusta".
En otro sentido, resulta desconcertante el descaro de
los poseedores y principales comentaristas de Televisa y de TV Azteca al
afirmar que el 12.5 por ciento del tiempo de transmisión que correspondía
al Estado era un instrumento de censura del gobierno para, en voz de Salinas
Pliego, "tener de rodillas a la industria de la radio y la televisión".
Bernardo Gómez, vicepresidente de Televisa, afirmó, a su
vez, que los llamados "tiempos oficiales" "amenazaron nuestra libertad
de expresión".
La verdad es muy diferente: lo que ha amenazado y destruido
la libertad de expresión en Televisa son los intereses económicos
de los dueños de esa empresa, quienes, por décadas, han vivido
en un vergonzoso maridaje con el poder. Por decisión propia fueron
gobiernistas en el 68; desinformaron y mintieron a la opinión pública
durante el movimiento estudiantil de 1986-87 y durante la primera campaña
presidencial cardenista; fueron delamadridistas con De la Madrid, salinistas
con Salinas, zedillistas con Zedillo y ahora, por supuesto, aplauden el
inopinado regalo que les hizo Vicente Fox.
Por lo que hace a TV Azteca, no está de más
recordar que esa empresa nació de la dudosa desincorporación
de Imevisión, cuando Carlos Salinas de Gortari le entregó
a Ricardo Salinas Pliego el control de la emisora, en una operación
en la que hubo de por medio unas decenas de millones de dólares
aportados por el hermano del entonces presidente, según admitió
el mismo Raúl Salinas. En el caso de TV Azteca, origen es destino:
desde su surgimiento como compañía privada, esa televisora
ha defendido a los grupos en el poder, ha denostado a las oposiciones y,
cuando uno de sus comediantes favoritos fue asesinado, en un turbio episodio
de adicciones y tráfico de drogas, la directiva de TV Azteca, en
una maniobra que era tanto una distracción de la opinión
pública como un galanteo con el poder priísta, no dudó
en señalar al entonces jefe del Distrito Federal, Cuauhtémoc
Cárdenas, como responsable del crimen.
En suma, en nuestro país, en términos generales,
las concesiones televisivas no han sido contrapeso, sino parte, de los
excesos del poder público; no han sido impulso, sino cortapisa,
al ejercicio de la libertad ciudadana de expresión; no han promovido
la cultura, sino el comercialismo y la vulgaridad; no han servido para
atenuar las enormes injusticias sociales, pero sí para enriquecer
desmesuradamente a sus concesionarios; no han impulsado la democratización,
sino que han atacado y denostado a los luchadores por la democracia, ya
fueran individuos u organizaciones. La cesión perpetrada por Fox
es una aprobación al pasado antidemocrático, intolerante
y autoritario que el país está empeñado en superar.
Cabe demandar, por ello, que el Presidente rectifique,
y si no lo hace, que el Legislativo asuma su dignidad institucional y establezca
una nueva legislación que termine con las onerosas prebendas de
que disfrutan los actuales concesionarios y que devuelva las frecuencias
a su propietaria constitucional y legítima: la nación.