Hermann Bellinghausen
Los hombres lentos
argan piedras. Sísifos serían si contaran con el privilegio del retorno; el recomienzo aunque sea del tormento. No, los hombres lentos, que se mueven en una cifra bastante regular (como dicen en el norte para lo que es abundante), van lineales, riesgosamente hechos a la idea de que el camino es el camino, y lo andado nadie se los quita. Y lo por andar tampoco.
Mascan hoja de jarrica para aguantar. Rumian, no aspiran a la elegancia de un duque o el porte de un patrón con una plenipotenciaria dejadez de lentitud.
Ni parsimoniosos, ni dados al ceremonial, los así llamados hombres lentos no tienen más imaginación que la que ofrece el mundo de lo real. Incapaces de inventar, carecen de verdadero talento para mentir, lo cual los vuelve todavía más lentos.
A ellos, su piedra, y de dónde a dónde. Acostumbrados a la inteperie, lo único que los trae asoleados siempre es la intemperie interior. Por tal motivo (la mula no era arisca), los hombres lentos devanan sus sentimientos como una bordadora lo hilos de lana: con absoluta obediencia a su respeto. De allí nace la simetría de sus pasos.
La longitud del camino les depuró los sentidos, y sólo los emplean para lo estrictamente necesario. No hay que haber leído el Tao para saber que los sentidos no son de fiar.
A los hombres lentos, que les den sus pies y suelo. Víctor Segalen, un individuo bien lento, y para colmo tísico, escribió en su momento acerca de sus "cinco genios ciegos", que no eran los sentidos, sino los dedos de su pie. Debía andar por China entonces, en un anterior cambio de siglo:
"El aire circula entre los miembros y las túnicas. Los dedos de los pies gozan de movimiento. Las uñas se irisan. ƑNo las oyes respirar? Parecen benévolos, están llenos de inteligencia y saben lo que nosotros ignoramos, pero ignoran lo que somos. Muy lejos de nosotros. Del otro lado".
Para lo hombres lentos, sus pasos ocurren en un mundo ancho que les está negado por completo. Tendrían la cabeza en las nubes si el cielo inclemente abrigara alguna nube. El calor incrementa el peso sostenido de las piedras.
A nadie, por cierto, le importan las dichosas piedras. Si, pongamos el caso, estos hombres un día se doblan o se desploman y dejan caer la piedra, Ƒqué? ƑA poco no están los caminos llenos de piedras ahí tiradas? ƑExiste algo más común que una piedra a orillas del camino?
Lo dicho. Los hombres lentos no son sísifos. No sabrían qué hacer con serlo.
Dada su condición, descrita líneas arriba, tardan en descifrar los signos más evidentes. Contagiados por la piedra, van con pies de plomo. Hasta dan ganas de ahorcarlos. Insensibles al millón de sutilezas, son concientes sin embargo del peso de cada cosa. Buenos para el gremio de los mudanceros, siempre y cuando les den tiempo, espacio y salario para seguirla llevando.
Los hombres lentos desesperan a las fachadas del centro, que llevan allí cuatrocientos años y han sobrevivido al tedio y sus eventuales interrupciones con estolidez patriarcal.
Los hombres lentos no respetan los senderos de las hormigas porque no creen en lo inevitable, y cada que cruzan uno, lo pisan-patean inmisericordes; parece cosa de principios. Avanzan con su piedra por donde se puede, no por donde les dicen. Pasan por necios, lo cual es comprensible, viéndolos.
Desforman rediles y saben que sus piedras, así de inútiles como parecen, servirían para descarrilar trenes, tapar carreteras, bloquear fronteras. La gente procura cederles el paso, y los aguanta porque sabe que no se detendrán. Predecibles como ellos solos, los hombres lentos siguen de largo.
"Allá ellos", reza la conseja popular. Y sí, allá, muy allá se lo tengan estos colegas de la mula que sólo saben hacer lo que hacen. Con su piedra. "Usted nada más dígame dónde la descargo" le dicen al cliente, y a otra piedra mariposa. Pero lentamente.