Elena Poniatowska
La casa de Luis Barragán vista por Yampolsky
Mariana
Yampolsky y Luis Barragán se encuentran en el amor que sienten por
la casa en la tierra, la casa de pueblo, la que apenas tiene lo indispensable,
la que canta, que está en armonía con los tonos de la naturaleza.
Luis Barragán amó la arquitectura popular
y en ella se inspiró. En diciembre de 1976, en una entrevista, me
dijo: ''muchos arquitectos suelen llegar con el desplante de 'aquí
estamos' y en vez de amoldarse a la naturaleza se disparan de ella. Tratan
de hacer a toda costa una cosa que llame la atención e imponer casas
que no emergen del paisaje; de ahí que se vean absurdas. Para mí
lo bello es la unidad entre el paisaje y la expresión estética,
la de la arquitectura. ¿Sabes que influyó en mi particularmente,
además de los pueblos mexicanos de mi infancia, los pueblos de Jalisco
de los cuales ya te he platicado? La arquitectura mediterránea,
toda blanca, bellísima, fuerte. Yo me sentí bien en el sur
de España, en el norte de Africa, en Argel, en Marruecos. Toda esa
arquitectura la sentí profundamente ligada al suelo. En las casas,
en Marruecos, no sabe uno dónde termina el pedazo de desierto, cuándo
comienzan los constructores a sobreelevarlas, cómo emergen del propio
suelo y de los muros de roca. Lo mismo podría decirte de la arquitectura
popular mexicana: es parte de la tierra, nada en ella es falso, y sabes,
otra cosa de la arquitectura popular es que puede decirse que no tiene
época. Me imagino yo que esas casas de los pueblos del norte de
Africa o esas casas blancas de las islas griegas lo mismo pueden haberse
hecho hace mil o 2 mil años que hoy".
Mariana Yampolsky recorrió el país entero
(no en balde tomó más de 70 mil negativos) y encontró
formas de casas que recuerdan los códices prehispánicos.
Se detuvo ante espacios que la conmovieron, atrios inmensos jamás
vistos en España, casas verdes construidas con pencas de maguey,
muros de piedras de distintos matices, fortalezas contra el viento y la
lluvia, calles empedradas entre las que crece el pastito como las de Tlacotalpan,
donde las casas rosas y lilas parecen de juguetería. En San Pedro
Amusgos, Oaxaca, retrató los techos cónicos de paja que se
rematan desde hace 400 años con una olla de barro invertida. En
Entavi, estado de México, las mujeres mazahuas hicieron un adoratorio
en el que pintaron las mismas flores, los mismos pájaros que bordan
en sus blusas. Mariana regresó toda tejida de bambú y de
palma, erguida por los adobes y el tejamanil, feliz con su estructura de
carrizo y sus enjarrados de barro colorado.
En Luis Barragán, Mariana encontró la misma
fijación en los cambios de luz sobre la textura del muro, la altura
de aspiraciones, la austeridad, la fachada mesurada que resguarda la vida
familiar y la protege de la mirada ajena.
Al retratar la casa de Luis Barragán, Mariana recuperó
los espacios vistos en provincia, el aislamiento, la reserva. Retrató
la famosa escalera de madera en el momento en que la restaura un artesano
de cachucha blanca, las sillas boca arriba, los muros a punto de recibir
una segunda mano de pintura, el jardín que Barragán dejó
crecer como una pequeña selva libre del aduanero Rousseau, a lo
loco, cada planta con su canción. Lo más conmovedor, el coche
medio chorreado de Luis Barragán. Del año de María
Canica, con sus poderosas defensas que brillan en la penumbra como un cuadro
de Vermeer. Es fácil visualizar a Luis Barragán introducir
su alta humanidad en el automóvil para pasar por la Guisa Lacy,
la única mujer a la que medio amó, y recoger después
a Jesús Reyes Ferreira para ir a comer al estudio de Juan Soriano
en la plaza Melchor Ocampo.
Gran lector de Cyril Connolly: La tumba sin sosiego
es su libro de cabecera, Luis Barragán no permite el acceso a su
intimidad, su mundo difícil de expresar como él dice.
Disfruta su aislamiento, lo defiende. El mismo afirma
que hay edad para todo; una para bailar, otra para recibir, otra para encerrarse
y meditar; hasta llegar a la edad de morir, y todas esas edades hay que
vivirlas, sin confundirlas. En la Biblia se dice inclusive que hay una
edad para matar...
Mariana Yampolsky tampoco acumula entretenimientos y objetos.
Su casa en Tlalpan es bella por vacía. Su único lujo, su
pequeña colección de arte popular que nos remite a la infancia.
Son juguetitos de barro, paja, madera y hojalata encontrados en los mercados
que Mariana acomodó en una repisa con toda la ternura risueña
que la caracterizaba.
En casa de Mariana nada estorba a la vista, Mariana es
una museógrafa nata, Luis Barragán amaestra la luz, la hace
como quiere, los distintos planos arquitectónicos la encajonan,
Luis la obliga a caer del cielo, nunca la deja totalmente suelta, como
nunca se dejó ir a sí mismo.
La naturaleza es la única que tiene derecho a
hacer lo que se le da la gana tanto para Luis Barragán como para
Mariana, a quienes su bagaje cultural los remonta a su infancia. Mariana
vivió su infancia feliz entre los árboles y para leer se
escondía en uno de ellos. Luis Barragán es explícito
a propósito de la suya en ese día del mes de diciembre de
1976 en que lo entrevisté: "Inconscientemente los recuerdos de mi
infancia resurgen en mi obra; por eso hago abrevaderos o bebederos para
caballos, y escojo ocres y rojos, colores de la tierra, colores de la sangre.
Sin embargo, el blanco siempre predomina, Elena, al menos en mi casa particular
de Tacubaya. Si te fijas bien, verás que todo es blanco, salvo los
techos de madera. Claro está, cuando pongo algún color fuerte
como el rojo o el morado es porque de repente estalla en mi mente el recuerdo
de alguna fiesta mexicana, algún puesto en algún mercado,
la brillantez de alguna fruta, de una sandía o de un caballito de
madera. En esto me parezco a Chucho Reyes Ferreira que recordaba
el amarillo congo de los pisos lavados con lija y los trasladaba al papel
de china. De niño me la pasé a caballo viendo casas que cantan
sobre la tierra, recorriendo ferias populares; recuerdo que veía
siempre el juego de las sombras sobre las paredes, como el sol del atardecer
se iba debilitando -todavía había luz-, cómo entonces
cambiaba el aspecto de las cosas, los ángulos se atenuaban o las
rectas se recortaban aún más; de allí también
mi fijación en los acueductos. En los ranchos mexicanos siempre
se oyen chorros de agua, nunca he podido hacer una casa o un conjunto arquitectónico
sin incluir un estanque o un chorro de agua o un fragmento de acueducto.
Nunca he dejado de pensar tampoco en los caballos. En Las Arboledas
pude darme gusto al construir un gran estanque rectangular entre los eucaliptos;
al hacerlo, sin embargo, pensé en los jardines persas, pensé
también en De Chirico, pensé también que el agua es
espejo y me gustó que reflejara las ramas de los árboles.
Saben, la arquitectura popular me ha impresionado siempre porque es la
pura verdad y porque los espacios que se dan en las plazas, en los portales,
en los patios se dan siempre con generosidad".
Con su Hassellblad, Mariana Yampolsky toma los ángulos
de la casa barraganesca de Tacubaya. Las vigas, un bodegón auténtico
con sus jarritos de cerámica y sus platos de talavera poblana, lo
único redondo y barroco que se permite Luis. La desnudez de la casa
habla de su rigor, su sencillez, su actitud franciscana. A ambos los une
la severidad ante el oficio: el arte es cosa seria, ejercerlo es duro,
cuesta trabajo hacerlo bien, hay que renunciar, y tanto Mariana como Luis
conocen la renuncia.
Ver, escuchar, entender, seguir a estos dos grandes creadores
es una lección para toda la vida. Al menos yo así lo entendí.