Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Sábado 28 de septiembre de 2002
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Política
Ilán Semo

El embrollo energético

No se ha escrito todavía una historia reciente sobre la forma en cómo el petróleo mexicano definió, entre otros factores, las relaciones entre México y Estados Unidos durante la segunda mitad del siglo XX, pero es evidente que para Washington, en múltiples ocasiones, el codiciado energético mexicano significó -y en cierta manera sigue significando- un asunto de seguridad no externa sino interna. En 1958, el presidente Eisenhower se enfiló al conflicto de Suez no sin cierta temeridad. Estados Unidos vivía, por primera vez desde la Segunda Guerra Mundial, el síndrome de la posibilidad de la falta de abastecimiento petrolero. Eran tiempos de guerra fría y Washington volteó los ojos de su seguridad energética hacia los yacimientos mexicanos. Aunque la industria petrolera no podía en aquel entonces suplir cantidades significativas de crudo, López Mateos fue sistemáticamente presionado para asegurar a Estados Unidos la posibilidad de aumentar súbitamente la producción petrolera. El trágico destino del movimiento ferrocarrilero de 1958, que recibió gestos de apoyo de algunas de las secciones del sindicato ferrocarrilero, está ligado también -según lo documentan los informes de la embajada estadunidense en México al Departamento de Estado- a este primer apuro del mercado estadunidense de energéticos. En 1973 la escena se repitió con el embargo petrolero impuesto por los países árabes a la economía occidental. La diferencia es que Luis Echeverría pretendió o intentó pretender (infructuosamente) capitalizar el pánico petrolero del vecino país como arma política. Washington respondió con una de las cruzadas más inclementes que se han practicado contra un presidente mexicano. No es casual que el desarrollo pleno de Pemex como industria exportadora haya tenido lugar en los años que enmarcan a la larga guerra que empobreció tanto a Irán como a Irak (en México, el sexenio de López Portillo), y que modificó la geopolítica petrolera del mundo.

La Guerra del Golfo, a principios de los 90, encontró en México a un aliado incondicional (en materia de hidrocarburos) de Bush I: Carlos Salinas de Gortari. Y en 1995, el préstamo masivo que logró orquestar Clinton para respaldar a las finanzas mexicanas después de la debacle provocada por los Tesobonos, supuso el acuerdo más oneroso que ha firmado México en su larga historia petrolera. Ernesto Zedillo comprometió el petróleo mexicano por varias décadas y dio garantías de que abriría el mercado energético nacional a la inversión extranjera. La oposición a la privatización del sector energético, que desde entonces ha cifrado una de las coordenadas centrales de la política nacional, ha impedido que esa "estupidez" (la definición proviene de un airado artículo de Carlos Fuentes) se lleve a la práctica.

En 2002, México se halla entrampado, una vez más, en los dilemas petroleros que se ciernen sobre el horizonte de Estados Unidos (y de Europa, sobre todo) ante la perspectiva de una guerra contra Irak. El nerviosismo árabe proviene de una presencia completamente nueva y masiva en el mercado petrolero: Rusia. Abierto el mercado ruso con la desaparición de la Unión Soviética, Washington podría pactar con Moscú lo que los productores árabes se nieguen a entregarle o, al menos, pretendan condicionarle. El primer paso de este reordenamiento ha sido desde hace meses obvio: al aparato de seguridad energética de Estados Unidos se le percibe (aunque no se le vea) apretando las tuercas de sus abastecedores más seguros. México es uno de los principales.

La diferencia del conflicto de 2002 con los de los años 70 y 80 reside en que el sindicato petrolero se halla instalado en las redes de un partido que ya no está en el gobierno sino en la oposición: el PRI. Para Washington se trata de una ecuación completamente nueva; también para el país.

Desprovisto de cualquier indicio de una base de apoyo en el sindicato (las únicas "masas" del PAN se hallan en el teleauditorio), Vicente Fox emprende la vía más penosa y lastimosa para asegurar el control de Pemex: convertir un conflicto laboral en una cruzada penal. Ergo: lo que podía resolverse sin mayores apuros deviene noticia incendiaria en la prensa mundial. El peso se devalúa. Ante la mirada internacional, Pemex deja de ser un frente seguro de EU, y Fox deviene pieza dudosa en los mercados financieros. Sólo así se puede entender la patética declaración foxiana que acusa al sindicato de "chantaje", cuando sólo se trata del ejercicio de un derecho constitucional.

La corrupción de los líderes sindicales (y no sólo de Pemex) es sin duda uno de los renglones esenciales en la agenda de la democratización de la vida política nacional; pero también lo es el respeto al derecho de huelga. El argumento de que los trabajadores de Pemex son los "mejor pagados" del país repite el síndrome del bonzo empresarial. En todo caso, un trabajador de Pemex percibe cuatro veces menos que uno de BP o uno de Texaco, en Inglaterra o en Estados Unidos, y todos producen el mismo producto que se vende a precio mundial. Pemex es, después de las industrias nigerianas de petróleo, una de las empresas más dolorosamente rentables del ramo.

A la transformación de un derecho laboral en una afectación penal sigue lo obvio: el conflicto se criminaliza y politiza. En vez de propiciar las condiciones para la democratización del sindicato, la Presidencia cae en las redes de la lógica de la mafia sindical. El charrismo siempre ha sido un maestro en lo penal; es su territorio por excelencia.

Además, cualquier "dígito" que rebase 8 por ciento en la negociación salarial representa un triunfo rotundo de esa colusión entre la burocracia sindical y los intereses auténticos de los trabajadores. La razón es sencilla: rebasa el límite "macro" de aumentos salariales y sienta un precedente.

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