Ilán Semo
El embrollo energético
No se ha escrito todavía una historia reciente
sobre la forma en cómo el petróleo mexicano definió,
entre otros factores, las relaciones entre México y Estados Unidos
durante la segunda mitad del siglo XX, pero es evidente que para Washington,
en múltiples ocasiones, el codiciado energético mexicano
significó -y en cierta manera sigue significando- un asunto de seguridad
no externa sino interna. En 1958, el presidente Eisenhower se enfiló
al conflicto de Suez no sin cierta temeridad. Estados Unidos vivía,
por primera vez desde la Segunda Guerra Mundial, el síndrome de
la posibilidad de la falta de abastecimiento petrolero. Eran tiempos de
guerra fría y Washington volteó los ojos de su seguridad
energética hacia los yacimientos mexicanos. Aunque la industria
petrolera no podía en aquel entonces suplir cantidades significativas
de crudo, López Mateos fue sistemáticamente presionado para
asegurar a Estados Unidos la posibilidad de aumentar súbitamente
la producción petrolera. El trágico destino del movimiento
ferrocarrilero de 1958, que recibió gestos de apoyo de algunas de
las secciones del sindicato ferrocarrilero, está ligado también
-según lo documentan los informes de la embajada estadunidense en
México al Departamento de Estado- a este primer apuro del mercado
estadunidense de energéticos. En 1973 la escena se repitió
con el embargo petrolero impuesto por los países árabes a
la economía occidental. La diferencia es que Luis Echeverría
pretendió o intentó pretender (infructuosamente) capitalizar
el pánico petrolero del vecino país como arma política.
Washington respondió con una de las cruzadas más inclementes
que se han practicado contra un presidente mexicano. No es casual que el
desarrollo pleno de Pemex como industria exportadora haya tenido lugar
en los años que enmarcan a la larga guerra que empobreció
tanto a Irán como a Irak (en México, el sexenio de López
Portillo), y que modificó la geopolítica petrolera del mundo.
La Guerra del Golfo, a principios de los 90, encontró
en México a un aliado incondicional (en materia de hidrocarburos)
de Bush I: Carlos Salinas de Gortari. Y en 1995, el préstamo masivo
que logró orquestar Clinton para respaldar a las finanzas mexicanas
después de la debacle provocada por los Tesobonos, supuso el acuerdo
más oneroso que ha firmado México en su larga historia petrolera.
Ernesto Zedillo comprometió el petróleo mexicano por varias
décadas y dio garantías de que abriría el mercado
energético nacional a la inversión extranjera. La oposición
a la privatización del sector energético, que desde entonces
ha cifrado una de las coordenadas centrales de la política nacional,
ha impedido que esa "estupidez" (la definición proviene de un airado
artículo de Carlos Fuentes) se lleve a la práctica.
En 2002, México se halla entrampado, una vez más,
en los dilemas petroleros que se ciernen sobre el horizonte de Estados
Unidos (y de Europa, sobre todo) ante la perspectiva de una guerra contra
Irak. El nerviosismo árabe proviene de una presencia completamente
nueva y masiva en el mercado petrolero: Rusia. Abierto el mercado ruso
con la desaparición de la Unión Soviética, Washington
podría pactar con Moscú lo que los productores árabes
se nieguen a entregarle o, al menos, pretendan condicionarle. El primer
paso de este reordenamiento ha sido desde hace meses obvio: al aparato
de seguridad energética de Estados Unidos se le percibe (aunque
no se le vea) apretando las tuercas de sus abastecedores más seguros.
México es uno de los principales.
La diferencia del conflicto de 2002 con los de los años
70 y 80 reside en que el sindicato petrolero se halla instalado en las
redes de un partido que ya no está en el gobierno sino en la oposición:
el PRI. Para Washington se trata de una ecuación completamente nueva;
también para el país.
Desprovisto de cualquier indicio de una base de apoyo
en el sindicato (las únicas "masas" del PAN se hallan en el teleauditorio),
Vicente Fox emprende la vía más penosa y lastimosa para asegurar
el control de Pemex: convertir un conflicto laboral en una cruzada penal.
Ergo: lo que podía resolverse sin mayores apuros deviene
noticia incendiaria en la prensa mundial. El peso se devalúa. Ante
la mirada internacional, Pemex deja de ser un frente seguro de EU, y Fox
deviene pieza dudosa en los mercados financieros. Sólo así
se puede entender la patética declaración foxiana que acusa
al sindicato de "chantaje", cuando sólo se trata del ejercicio de
un derecho constitucional.
La corrupción de los líderes sindicales
(y no sólo de Pemex) es sin duda uno de los renglones esenciales
en la agenda de la democratización de la vida política nacional;
pero también lo es el respeto al derecho de huelga. El argumento
de que los trabajadores de Pemex son los "mejor pagados" del país
repite el síndrome del bonzo empresarial. En todo caso, un trabajador
de Pemex percibe cuatro veces menos que uno de BP o uno de Texaco, en Inglaterra
o en Estados Unidos, y todos producen el mismo producto que se vende a
precio mundial. Pemex es, después de las industrias nigerianas de
petróleo, una de las empresas más dolorosamente rentables
del ramo.
A la transformación de un derecho laboral en una
afectación penal sigue lo obvio: el conflicto se criminaliza y politiza.
En vez de propiciar las condiciones para la democratización del
sindicato, la Presidencia cae en las redes de la lógica de la mafia
sindical. El charrismo siempre ha sido un maestro en lo penal; es
su territorio por excelencia.
Además, cualquier "dígito" que rebase 8
por ciento en la negociación salarial representa un triunfo rotundo
de esa colusión entre la burocracia sindical y los intereses auténticos
de los trabajadores. La razón es sencilla: rebasa el límite
"macro" de aumentos salariales y sienta un precedente.