Horacio Labastida
¿El fin de la razón?
Siguiendo los pasos de su padre, el ex presidente George
Bush (1989-1993), según consta en el discurso sobre política
exterior que pronunció en diciembre de 1992 al proclamar la hegemonía
mundial del Tío Sam y el florecimiento de los principios estadunidenses,
el actual jefe de la Casa Blanca, George W. Bush, envió a su Congreso
uno más de los documentos en que se afirma, al margen del derecho
internacional y de los altos valores humanos, que Estados Unidos es el
poder supremo indiscutible, inobjetable e incompatible con los que no acaten
tal verdad absoluta, porque la supremacía, supone Bush, connota
libertad entre las naciones y convivencia abierta y ajena a actividades
diabólicas de quienes se atreven a pensar en sentido opuesto.
Estas ideas presidenciales aparecen en un documento titulado
La estrategia de seguridad nacional de Estados Unidos (La Jornada,
núm. 6489), con un acento ya no muy aperplejante. Como es propio
de la alta burocracia washingtoniana, se adelanta que cualquier oposición
o sospecha de oposición será objeto de ataques preventivos,
garantizados, es obvio, por armas inimaginables de destrucción masiva
y no masiva, capaces de detener las tentaciones de obtener ventajas sobre
los cañones estadunidenses. Este texto y otros más que se
han comentado al describir lo que el vecino del norte entiende por el Consenso
de Washington, reinstala banderas que fueron izadas por viejos césares
que buscaron sustituir con las espadas la solución del conflicto
por normas que guardan la dignidad del hombre y excluyen la subyugación
por la fuerza. No se olvide que la designación de Gengis Kan, el
célebre Temutchin que fundó la confederación mongola,
significa gobernador universal, cuya finalidad durante sus exitosos 10
años fue establecer un imperio parecido al imaginado hoy por el
aparentamente indiscutido presidente estadunidense. En el instante en que
la divinidad celeste de los hijos del cielo representada por los monarcas
Sung (960-1279), fueron sustituidos por los tártaros y mongólicos
Chin y Yuan (1115-1368), antes del renacimiento Ming, Dios mismo, así
lo pensó Kan, cedió al empuje de la indomable caballería
nororiental. Y en una atmósfera en que se respiran tan densos aires
como la estrategia de seguridad de Bush, levantaron la voz intelectuales
y artistas estadunidenses para invitar a sus connacionales "a resistir
frente a la guerra y la represión que han sido lanzadas sobre el
mundo por la administración de Bush. Es injusta, inmoral e ilegítima.
Decidamos hacer causa común con los pueblos del mundo..." (La
Jornada, núm. 6488), y precisamente la resistencia aludida viene
generalizándose porque los pueblos cada vez en mayor número
no están dispuestos a admitir el fin de la razón.
Es imposible dejar de traer a la memoria al insigne Franz
Kafka (1883-1924), muerto a los 41 años de edad, praguense, doctor
en derecho, asiduo asistente de empresas de seguros y soberbio autor entre
otras novelas de La metamorfosis (1915), que registra cómo
el joven Gregorio Samsa, en el despertar de un amanecer, se encuentra convertido
en un enorme insecto repulsivo y despreciado por los demás; El
proceso (1925), la obra más profunda del autor, en la que Joseph
K es detenido y juzgado sin jamás saber el porqué de su encarcelamiento
y sentencia de muerte, mostrándose de este modo la trágica
y profunda enajenación que arrebata la libertad de pensar y sentir
en un orbe enseñoreado por elites del capitalismo trasnacional,
y El Castillo (1926), obra incompleta y emparentada con la anterior,
según el juicio del docto editor de Kafka, Max Brod. Importa subrayar
que El proceso fue redactado casi dos lustros después de
concluida la Primera Guerra Mundial y apenas ocho años antes de
que Hitler tomara la primera magistratura de la moribunda república
alemana. Kafka da vida a la figura de K en El proceso y El castillo
durante los amargos años en que los gigantescos préstamos
que Europa recibió de la Casa Morgan estadunidense absorben las
despensas que ofrecerían a familias vida compatible con el decoro
humano. Desesperado Joseph K hasta de su conversación con el sacerdote,
exige al centinela que guarda la entrada a la Justicia, que le abra paso,
sin conseguirlo, porque es advertido que otros centinelas más enérgicos
impediríanle definitivamente continuar adelante, simbolismo angustiado
que exhibe ante K, el hombre, el fin de la razón.
Surge de inmediato la inevitable pregunta, ¿acaso
la declaración del presidente Bush sobre el dominio inapelable del
poder económico y militar estadunidense es el temible centinela
que obtura a los pueblos la convivencia en una civilización justa?
Muchos pensadores y trabajadores han probado que el centinela final puede
ser derrotado. En nuestro México, por ejemplo, Belisario Domínguez
acreditó que el Estado criminal no es un destino inevitable.