Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Martes 24 de septiembre de 2002
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Capital

Arnulfo Arteaga García*

El servicio de autotransporte y los microbuseros

El paso de la provisión del servicio de transporte público colectivo del pulpo camionero a Ruta 100, su quiebra, posterior desaparición y relevo con los peseros, las combis y los microbuses como modalidad de traslado de pasajeros basada en la concesionarización, marca, desde mi punto de vista, la errática política de las autoridades de la ciudad capital del país en materia de transporte colectivo.

En términos del desarrollo capitalista lo que se vivió fue una involución; se pasó de la propiedad fragmentada en las empresas del pulpo, al monopolio de carácter estatal para el suministro de un servicio y finalmente a la atomización de la propiedad derivada de la changarrización en la operación del sector vía el otorgamiento de concesiones a particulares. El problema no fue simplemente la democratización de la propiedad, sino que de la noche a la mañana un sector de micropropietarios, la mayor parte de ellos sin capacidad técnica, económica y profesional para proporcionan un servicio público. A lo largo de casi década y media -si ubicamos el boom de la concesión del servicio entre 1988 y 1992, lapso en el que se otorgaron 24 mil 359- tanto los empresarios-concesionarios como los operadores han ido desarrollando con sus propios recursos la capacidad de respuesta a la demanda ciudadana de transporte.

Prueba de ello es la magnitud y el alcance de lo que representa económica y socialmente en la vida cotidiana de la ciudad de México: tiene un parque vehicular cercano a 28 mil unidades que transportan diariamente a poco más de 11 millones de personas, cantidad equivalente a 1.3 veces la población del Distrito Federal, lo que representa 60 por ciento de los aproximadamente 20 millones de viajes-persona-día que realiza el transporte público. Lo que resulta paradójico, por no decir trágico, es que los microbuses son unidades hechizas que desdeñan y retan cualquier diseño ergonómico, no son vehículos concebidos para transportar personas y, sin embargo, lo hacen, y lo hacen de manera masiva. El recorrido anual por unidad equivale a dar entre media vuelta y más de dos vueltas al Ecuador, esto es, entre 26 y 98 mil kilómetros. El horario de operación abarca unas 20 horas diarias, si consideramos que algunos ramales comienzan operaciones a las cuatro o cinco de la mañana y no terminan sino hasta después de la medianoche. Un mercado laboral nada despreciable que concentra entre 50 y 60 mil operadores, distribuidos en 108 rutas, que son las organizaciones de carácter gremial y cubren los mil 100 ramales o trayectos que abarcan la geografía citadina. Esta faraónica y milagrosa labor se da cotidianamente de manera invisible y sólo adquiere relevancia de nota roja cuando ocurre un penoso accidente en el que generalmente se involucra a los usuarios, peatones, automovilistas, otros medios de transporte o se compromete la infraestructura vial de la ciudad.

Los operadores de estas unidades enfrentan altos índices de siniestralidad por la simple exposición en términos de tiempo, distancia, condiciones viales y de la misma provisión del servicio, tales como maniobras de ascenso-descenso, cobro, acomodo de los usuarios dentro de la unidad, disputa por el pasaje, atención al funcionamiento de la unidad en el trayecto, eventualmente la realización de reparaciones menores de la unidad y un sinfín de actividades más, cuyo objetivo central es la obtención de la cuenta. Sin embargo, carecen de un estatuto laboral y de una habilitación profesional, no como choferes, sino como servidores públicos responsables de la movilización de la mayor parte de la población tanto de la ciudad de México como de muchos de los municipios conurbados del estado de México.

Esta falta de regulación del mercado laboral también tiene su origen en el desmantelamiento de Ruta 100, con la consecuente desaparición del contrato colectivo que determinaba las condiciones de gestión de la fuerza laboral en dicha empresa. Obviamente estas condiciones no regían para peseros, combis y microbuses; no obstante, cuando el organismo estatal desaparece como regulador del transporte colectivo y es sustituido por el servicio concesionado, éste impone las condiciones informales del funcionamiento del mercado laboral sobre el conjunto del sector, una vez que prolifera como mecanismo básico para la provisión del servicio en nuestra ciudad. Este funcionamiento no puede ser de otra manera por el carácter individual de la concesión a un particular (que resulta ser su propio patrón), quien, frente a la necesidad de incorporar a otros operadores -a los que por cierto no les reconoce su carácter de empleado, sino de arrendatarios de su unidad-, les extiende la propia informalidad de sus condiciones laborales, con la diferencia de que el concesionario es un microempresario que puede llegar a tener varias unidades operando para su beneficio.

Las autoridades de la ciudad al promover la concesionarización se desentendieron de la provisión del servicio, sin establecer un régimen laboral apropiado para los concesionarios y operadores del sector, y fundamentalmente se desentendieron de su habilitación mediante la capacitación y certificación como servidores públicos, ya que son la cara visible del transporte para el ciudadano, el usuario, los automovilistas, las autoridades y los medios de comunicación.

Que el GDF centre las soluciones de la vialidad y transporte en obras de infraestructura y la sustitución de las unidades, sin fortalecer el factor humano de la provisión del servicio, sólo agrava la crítica situación de la calidad del principal medio de transporte de esta ciudad y posterga su solución. Desde el punto de vista legal no existe tampoco un marco propicio para remontar la condición precaria del ejercicio de la función pública del operador. La nueva Ley del Transporte y Vialidad, aprobada por la Asamblea Legislativa en la primera semana de julio pasado, omite cualquier referencia explícita sobre la profesionalización de estos operadores. En este sentido, tanto el Poder Ejecutivo como el Legislativo locales tienen una enorme deuda con la ciudad de la esperanza, cuyo saldo es imperativo empezar a cubrir.

* Profesor-investigador UAM-I, coordinador del proyecto El autotransporte: un servicio básico y un oficio digno para una mejor convivencia ciudadana.
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