MAR DE HISTORIAS
Ceremonias
CRISTINA PACHECO
"Confío en que este año no veré a Guillermina. Tengo la esperanza de que haya desistido de su búsqueda y ya no recuerde a su hija Estrella. Estatura: un metro cuarenta centímetros. Edad: nueve años. Complexión: delgada. Tez: morena clara. Ojos: cafés. Nariz: recta. Boca: chica. Mentón: ovalado. Señas particulares: una marca roja en la espalda. ƑLunar o cicatriz? Lunar. Lo heredó de mí."
II
Desde la primera vez en que se hospedó en este hotel, el 17 de septiembre de 1986, Guillermina me pidió la habitación 19. Le sugerí que mejor se instalara en la 26, porque da al pasillo y es más tranquila. Ella insistió. Le entregué la llave y pensé en que tal vez quería la 19 por razones románticas: nostalgia de una noche de amor, la esperanza de un reencuentro, una cita por cumplirse al cabo de quién sabe cuánto tiempo, como en aquella película de Deborah Keer.
A los pocos minutos Guillermina reapareció en la administración. Le pregunté qué se le ofrecía. Sofocada, se tardó en responderme: "Bueno, a mi hija Estrella. ƑLa ha visto?" Abrió su bolsa. Creí que iba a mostrarme un retrato pero sacó un llavero con una pata de conejo: "Es todo lo que conservo de la casa. En un instante se derrumbó. Estrella estaba dentro, solita, con su uniforme, lista para irse a la escuela".
Sentí curiosidad y lástima. Le pedí a Guillermina más información. No me oyó. Dio media vuelta y salió a la calle. La vi ir al encuentro del primer hombre que pasaba. El tipo le lanzó una mirada maliciosa pero ella no la advirtió. Rápido, tropezándose con las palabras, le dijo lo mismo que me había dicho un minuto antes. El hombre, por simple amabilidad, le preguntó si tenía un retrato de su hija.
Guillermina exhibió su llavero y continuó su narración en el punto en que la había interrumpido frente a mí: "Dejé a Estrella arreglándose para ir a la escuela mientras yo iba por el pan. Llevaba el dinero en la mano y mi bolsa se quedó en el departamento. Adentro estaba la cartera con el retrato de mi niña. Desapareció bajo los escombros, como todo lo demás, como Estrella". Por tanto, Guillermina era damnificada de los terremotos de 1985. Entendí la razón supersticiosa de que hubiera querido hospedarse en la habitación 19.
El desconocido levantó los hombros y se alejó moviendo la cabeza, pero Guillermina siguió hablando sola: "Edad: nueve años. Estatura: un metro cuarenta centímetros. Complexión: delgada. Tez: morena clara. Ojos: cafés. Nariz: recta. Boca: chica. Mentón: ovalado. Señas particulares: una mancha roja en la espalda. ƑLunar o cicatriz?: Lunar. Lo heredó de mí".
El tono de Guillermina me llevó a imaginar la infinidad de veces que habría repetido ante extraños, en hospitales y delegaciones, las señas particulares de su hija. Sentí deseos de consolarla pero Guillermina fue al encuentro de un grupo de mujeres. Era fácil imaginar lo que le dirían. Para no ver la expresión desolada de Guillermina regresé al hotel. En ese momento no imaginaba que por culpa de mi nueva huésped iba a pasarme dos días infernales.
Fue lo que Guillermina tardó en reaparecer. Despeinada, con la ropa sucia, tenía un aspecto lamentable. Cuando le di su llave noté que le temblaban las manos. Creí que iba desmayarse. "ƑComió?" Negó con la cabeza y luego me miró con los ojos llenos de lágrimas: "Nadie la ha visto. Los vecinos ya no están. Del edificio no quedan ni las piedras. Estuve esperando a mi Estrella en la gasolinera. Allí nos encontrábamos cada tarde, cuando ella volvía de su clase de inglés y yo del trabajo".
Guillermina golpeó el mostrador, exigiéndome una respuesta: "ƑPor qué no llegó?" Me quedé callado y, como si no le importara mi silencio, agité el llavero con la pata de conejo:"Mi niña me lo regaló. Me dijo: Tenga, mamá, es de buena suerte y bastante grande, así no se le perderá. Mi risa desganada la tranquilizó. Con desenfado, casi con coquetería, se ordenó el cabello: "ƑMe prepara mi cuenta por favor? Salgo mañana temprano". Recordé la mancha roja que tenía en la espalda. Sólo eso y el llavero le quedaban de su hija.
III
Al año siguiente, en la misma fecha, Guillermina regresó al hotel. La vi más delgada. No tuvo que pedirme la habitación 19. Al recibir la llave me preguntó si había visto a su niña y recitó otra vez sus señas particulares. Cuando mencionó la mancha roja en la espalda sentí vergüenza, como si alguien me hubiera sorprendido mirando a Estrella por el ojo de la cerradura.
Otra vez Guillermina emprendió su búsqueda. Al cabo de dos días regresó para decirme lo mismo: "Nadie la ha visto. Los vecinos ya no están... Fui a la gasolinería donde nos encontrábamos..." La interrumpí y acerqué mi mano a la suya, pero no la toqué: "ƑNo ha pensado que su hija tal vez murió". Guillermina hizo un gesto de asco y movió la cabeza: "No puede ser. No encontramos su cuerpo, ni siquiera una parte".
Imaginé con horror la carne de la niña triturada por las piedras, la marca en su espalda confundida con la sangre y el polvo de los ladrillos desmoronados en segundos. Entonces, sin proponérmelo, dije algo cruel: "ƑY si la niña de fue?" Guillermina se quedó repitiendo mi pregunta hasta que al fin se vio acorralada por su propia lógica: "ƑSin mí? ƑA dónde? Ella y yo pensábamos vivir siempre juntas. Hicimos muchos planes. Prometió que cuando yo muriera me cerraría los ojos. Yo no le ofrecí nada de eso, ni siquiera lo pensé, porque ella era 21 años, tres meses y cuatro días más joven que yo."
Guillermina parecía no haberse dado cuenta del paso del tiempo. Creí oportuno sacarla de su obstinación: "Escúcheme: estamos en 1987, si su hija vive, ahora tendrá 11 años. A esa edad una persona cambia mucho". Retrocedió con horror, como si yo fuera a atacarla: "Lleva mi sangre, la reconoceré siempre y ella a mí. Las dos tenemos la marca en la espalda". "ƑEs grande?", pregunté sin pensar.
Por un segundo temí que Guillermina castigara mi atrevimiento con una frase brutal, pero se desabrochó la blusa, la bajó hasta los hombros, giró y me mostró la espalda desnuda: "ƑLa ve?" No respondí y no le importó. Se abotonó la ropa como si estuviera sola y me ordenó prepararle su cuenta. Mientras subía a la habitación escuché el tintineo de su llavero.
IV
En los años siguientes Guillermina volvió al hotel cada 18 de septiembre para asistir a misas en memoria de los muertos y buscar entre los deudos quien pudiera darle noticias de Estrella. Verla entrar con su maletita negra me hacía sentir feliz, aunque eso significara que ella continuaba en la incertidumbre. Una forma de mostrarle mi solidaridad era decirle: "La habitación 19 está lista", como si hubiéramos hecho un arreglo previo. Ella me correspondió siempre mostrando cierto interés por mis cosas: "ƑCómo le ha ido, qué se ha hecho?" "Pues pasarla, trabajar". Era una verdad a medias: nunca le dije que desde 1998 me había sumado a su búsqueda.
Trato de evitarlo, pero no puedo. Algunas noches le dejo el negocio encargado al velador y me salgo a la calle. Recorro los otros hoteles de la zona y veo con detenimiento a las muchachas que, sonrientes, me dicen su tarifa. Entonces les pregunto su edad. Sus respuestas son muy variadas: desde un exhibicionismo brutal hasta un desaire: "Viejo puerco".
También he encontrado muchachas complacientes. Al oír mi pregunta me rozan con los senos y me dicen: "ƑQué edad quieres que tenga, papacito?" Yo hago cuentas mentales, pienso en el tiempo transcurrido desde el 85, cuando Estrella tenía sólo nueve años, y elijo una cifra según el año: 22, 23, 26.
Mi búsqueda también es inútil. En ninguna mujer he encontrado la marca roja que Guillermina me mostró hace tiempo. Me gustaría que este año no volviera. Así podré olvidar sus señas particulares.