Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Sábado 14 de septiembre de 2002
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Economía

Carlos Marichal

Petróleo y guerra en Irak

La sangre y la savia de la economía industrial moderna son el petróleo y el gas. De estos energéticos dependen no sólo el transporte aéreo, terrestre y marítimo, sino además la mayor parte de las plantas generadoras de electricidad que alimentan a fábricas, comercios, bancos, oficinas y viviendas. No hay, por lo tanto, productos más estratégicos a nivel mundial que el petróleo y el gas y, como consecuencia, la lucha por controlarlos se torna cada día más decisiva y violenta.

El esfuerzo por dominar los grandes yacimientos en todo el planeta se agudiza en la medida que van descendiendo las reservas petroleras. Hoy en día, 65 por ciento de las reservas mundiales de petróleo están en los países islámicos; sin embargo, estas naciones actualmente no producen más de 30 por ciento del total mundial, lo que implica que todas las demás regiones están explotando sus propios recursos al máximo. El próximo agotamiento de los campos petroleros del Mar del Norte en Europa es conocido, al igual que la disminución de las reservas del petróleo mexicano y de aquellas que se encuentran en el subsuelo de Estados Unidos. Por consiguiente, el abastecimiento mundial de energía recaerá en el futuro más y más en los países de Medio Oriente.

Nada extrañamente, dicha situación provoca pesadillas para un presidente petrolero como George Bush, cuya familia ha realizado su fortuna en gran parte debido al oro negro de Texas. Para el gobernante estadunidense, el control de las fuentes fundamentales de estos recursos en todo el mundo bien vale una o más guerras. Tampoco debe olvidarse que numerosos miembros de su gabinete han estado estrechamente ligados a grandes empresas petroleras y consorcios de armamentos que, tradicionalmente, han hecho fortuna con los conflictos bélicos. Es bien sabido que durante la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), las mayores compañías petroleras se expandieron de manera formidable en consonancia estrecha con las fuerzas militares que dependían de este energético vital. Desde esa época, los servicios de inteligencia del Pentágono y de la CIA intercambian información constantemente con las grandes compañías petroleras.

Las multinacionales británicas y estadunidenses aprovecharon la postguerra para consolidar sus posiciones en Medio Oriente, donde se había descubierto una enorme riqueza petrolera, anteriormente poco conocida. En Irán, por ejemplo, la British Petroleum estableció una alianza firme con el shah que tomó control del país en 1953 a partir de un golpe de Estado promovido por la CIA. Al mismo tiempo, los otros colosos del sector, la Exxon, Mobil, Shell y Texaco, para citar algunas de las más agresivas, fueron afianzando sus posiciones en los demás países de Medio Oriente.

La hegemonía de las grandes firmas estadunidenses y británicas fue seriamente amenazada por el auge de la Organización de Países Petroleros (OPEP) en los años de 1970. Sin embargo, después de la guerra de Irán e Irak a principios de los años de 1980, los precios del petróleo se desplomaron y comenzó un proceso de restructuración de la industria, reduciendo la dependencia que tenían los países industriales con respecto de la OPEP. Los Estados Unidos, por ejemplo, diversificó sus importaciones, incrementando sus compras de México y Canadá, entre otros. Europa explotó al máximo el oro negro en el Mar Norte. Japón inició una campaña para hacer que sus industrias fuesen más eficientes en consumo de petróleo y, más recientemente, la potencia emergente de China ha comenzado a explotar sus propias fuentes de este energético.

Pese a estas adaptaciones, la demanda de la economía industrial moderna es tan fuerte que de ahora en adelante se va a requerir importar cada vez más gas y petróleo del Medio Oriente, del sur de Rusia y de la zona alrededor del Mar Caspio. Irak está situado exactamente en el centro neurálgico de una vasta zona de campos petrolíferos. Tiene importantes recursos pero su economía ha sido devastada por las sucesivas guerras de la década de los años de 1980, primero en una lucha sanguinaria con Irán (1981-1983), y luego a raíz de los bombardeos y la invasión de las tropas estadunidenses (1989-1990). Su debilidad convierte a Irak en blanco relativamente fácil para la maquinaria del Pentágono. Y una nueva guerra victoriosa no sólo volvería a ilustrar la hegemonía aplastante de Washington sino que además ofrece la oportunidad para que Estados Unidos puedan elaborar una estrategia de control de los recursos petroleros de Medio Oriente a largo plazo.

El discurso que justifica la invasión se mueve en varios niveles. El que maneja Bush se basa, en primer término, en el argumento de que los países islámicos son la sede más importante a nivel mundial del terrorismo y, por ende, del mal. Este planteamiento se ve reforzado por los pronunciamientos de politólogos guerreros como Samuel P. Huntington, profesor de Harvard, quien ha alentado la ofensiva contra los países islámicos con sus escritos, como el muy citado libro, El choque de las civilizaciones, en el cual sostiene que tras el derrumbe del socialismo en la antigua URSS, el principal enemigo para los Estados Unidos (y Europa) es el Islam. El argumento no sólo resulta burdo sino engañoso pues pone el acento en las diferencias (a su ver, irreconciliables) entre culturas y religiones, como si todavía viviéramos en la Edad Media. Lo que encubre el argumento de Huntington es que para las economías y los ejércitos contemporáneos lo que es realmente indispensable es el control de las reservas futuras del petróleo, la mayor parte escondidas bajo las arenas del desierto de Medio Oriente y en la zona del Mar Caspio.

Al parecer, Estados Unidos y Gran Bretaña están empeñados en lanzar la guerra contra Irak antes diciembre. Para ello están montando una poderosa campaña a través de todos los medios masivos para intentar convencer al mundo de que estarían justificados en este propósito con tal de combatir al terrorismo. Sin embargo, es un secreto a voces que en realidad se trata de una nueva guerra petrolera, cuyo verdadero objetivo va mucho más allá del derrocamiento de Saddam Hussein: más bien, consiste en consolidar el control occidental sobre el petróleo del Medio Oriente para el próximo medio siglo.

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