Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Viernes 13 de septiembre de 2002
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Política
Horacio Labastida

La Corte no tiene razón

Es indispensable una previa aclaración inobjetable conforme a la moral. Al analizar las bases legales en que se sustenta la inhabilidad de la Suprema Corte de Justicia para entrar al fondo de las controversias que le fueron planteadas sobre inconstitucionalidad de la ley indígena, publicada el 14 de agosto de 2001 en el Diario Oficial de la Federación, de ninguna manera imaginamos que los ministros, muchos de ellos profundos conocedores de la ciencia del Derecho, tuvieran motivos, al emitir el voto, ajenos a la prudencia y objetividad ética y jurídica que inspira la conducta de tan altos magistrados. Muy lejos estoy de semejantes supuestos al diferir radicalmente de su interpretación sobre la naturaleza que se atribuye a la institución encargada de reformar o adicionar nuestra Ley Suprema, aunque esta manera de mirar el problema no me induce a dejar de evaluar las complejas y profundas circunstancias que rodean la resolución de improcedencia dictada por el elevado colegio jurisdiccional, trayendo a la memoria este aspecto de la cuestión lo ocurrido en México en el periodo 1921-1925. La crisis que llevó a Obregón a la Presidencia tuvo una faceta inesperada: el 21 de mayo de aquel año fúnebre de 1921, el Departamento de Estado estadunidense metió un buen susto al flamante jefe del Ejecutivo cuando le hizo saber que su gobierno se abstendría de reconocer al mexicano hasta la firma de un Tratado de Amistad y Comercio que estableciera, al lado de indemnizaciones reclamadas por estadunidenses, que los derechos de propiedad adquiridos por éstos nunca se verían afectados por preceptos constitucionales, implicando como es obvio en la grosera comunicación las jugosas concesiones petroleras que sin frugalidad otorgó Porfirio Díaz a negociantes del Tío Sam, a cambio de enclenques tributos y de la entrega de gigantescas fuentes de riqueza.

¿Qué sucedió después? Dos cosas abrumadoras. La Suprema Corte de la época sentenció en juicio promovido por la Texas Company of Mexico exactamente lo exigido en la comunicación de dicho Departamento de Estado. En el marco de las leyes mineras expedidas en 1884 y 1909, bastaría con que el concesionario hubiera expresado intenciones de explotar la tierra o realizado actos mínimos en este sentido, para que sus facultades de propietario o arrendatario transformáranse en derechos adquiridos, y consecuentemente hicieran inaplicables los mandamientos del artículo 27 constitucional porque de hacerlo, argüían aquellos sofistas, se violaría el principio de no retroactividad de la ley; y como la ejecutoria se vio pronto acompañada por cuatro semejantes generaríase así la jurisprudencia que dinamitó entonces el punto clave de la redención nacional contemplada por el constituyente de 1917. Esta fue la doctrina admitida en los Tratados de Bucareli (1923), que con el dolor de muchos ?recuérdese la figura del senador Field Jurado y su proditorio asesinato? traicionó el espíritu revolucionario y constitucional incompatible con la no retroactividad de normas de derecho público que apuntalan la reconstrucción y el proyecto salvador de las naciones. Calles intentó rectificar la vejante subordinación del país al interés imperial, sin lograrlo. El enojo del mandatario Coolidge (1923-29), sucesor del corrupto Harding (1921-23), y las disimuladas mieles que al futuro Jefe Máximo ofrecía el embajador Morrow, dejaron sin efecto la Ley Petrolera de 1925, en cuyo débil texto buscábase poner límite a la voraz explotación de nuestros hidrocarburos, contribuyendo a esta frustración la ejecutoria de la Corte en el amparo que sobre el particular promovió Mexican Petroleum Company. Por supuesto, la ejecutoria reproduce el abusivo discurso estadunidense. Las cruentas y aceradas influencias del poder económico y político trasnacional y sus aperplejantes reflejos en las sentencias del sumo tribunal mexicano, que Obregón y Calles usaron para disfrazar sus imperdonables felonías, impidieron que el país aprovechara en su bien común los enormes frutos que entre 1917 y 1938 cosecharon extranjeros en las huertas de hidrocarburos. Lázaro Cárdenas puso fin a la afrenta que hirió la dignidad nacional.

Parecen repetirse hoy ignominias del pasado. No hay duda de que los proyectos del llamado Plan Puebla-Panamá propician la entrega de buena parte de Mesoamérica a los barones del dinero multinacional, y es evidente que estos planes repugnan con los derechos de las comunidades indígenas a tomar para su desarrollo las hartas vetas acaudalantes; en consecuencia, las elites mueven ya sus enormes poderes de disuasión con el fin de negarles la libertad de usufructuarlas en su beneficio material y cultural. En verdad, esta es la connotación de la señalada ley del 14 de agosto, reclamada por las comunidades indígenas ante la Suprema Corte. ¿Por qué los ministros se equivocaron al declarar improcedente la queja? El órgano reformador previsto en el artículo 135 no es nada parecido a un constituyente depositario de la soberanía original, directa del pueblo para organizarlo políticamente, porque fue instituido por el constituyente queretano de 1917 en la forma en que lo hizo con las otras autoridades, es decir, como organismos con facultades derivadas de la norma constitucional. En consecuencia, al poner en marcha el órgano reformador sus facultades, lo hace amparado en las que le otorgó el constituyente al sancionar el código supremo, o sea activando funciones secundarias y no las originales que en exclusiva corresponden al congreso constituyente. El artículo 135 configura al órgano reformador como una entidad secundaria, nunca constituyente, cuyos actos pueden ser controvertidos en un juicio de amparo, según lo dispuesto en el diverso artículo 105 de la Carta Magna. Pero en el fondo del escenario y al margen de malos entendidos, la reciente resolución de la mayoría de magistrados en el pleno de la Corte, sin quererlo abre las puertas a las corporaciones depredadoras que alienta el Plan Puebla-Panamá en el suroeste de la República, contándose por supuesto los ultrajes que estas corporaciones causan al decoro humano y a la majestad de la patria.

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