Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Jueves 5 de septiembre de 2002
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Cultura

Olga Harmony

De tres en dos

El doliente designado, de Wallace Shawn, debe su extraño título a la costumbre de un grupo de indígenas estadunidenses de que ante el exterminio de una tribu el último que quede vivo -o en su defecto, alguien ajeno pero que haya sido testigo de los hechos- sea designado para narrar lo acontecido. En este texto, corresponde al fracasado Jack ser ese doliente en el ''monólogo a tres voces" que el dramaturgo propone y en el que los personajes acuden al recuerdo para atestiguar el fin de los intelectuales exquisitos representados por el escritor Octavio y, en menor medida, por su hija Elena, quienes junto a Jack reproducen un mundillo de seres cuya vanidad va pareja con su desprecio a los demás, los ''comemierda". Sumidos en sus minúsculos avatares personales, los tres aparecen, al principio, inmunes a una amenaza externa de la que sólo se dan datos de cristales rotos en el elegante retiro del escritor.

En el programa de mano se nos habla de terroristas y de guerrilleros, pero esto nunca se marca en el texto. Aun cuando la amenaza, también narrada posteriormente, se concreta, solamente tenemos indicios de un nuevo orden, casi polpotiano, en el que los cultos e inteligentes son suprimidos; se salva Jack, que se alejó a tiempo de su suegro y de su compañera y está muy lejos de ser un intelectual, en un declive simbólico hacia la lectura de banales revistas pornográficas. Es este personaje el más endeble como tal porque, a pesar de que es el mayor exponente de los hechos, el doliente designado, poco se concreta de su personalidad ni de las razones por las que ha renunciado a la lectura, salvo de periódicos, desde tiempo atrás. Los personajes son excesivamente prototípicos, como en toda obra de tesis, y sus motivos son más de intención del autor que de veracidad en una trama con resabios pinterianos al principio y con un fuerte acento beckettiano en su desolada solución.

Como todas las obras inteligentes, ésta tiene varias posibles lecturas. Una sería el rencor que en las masas empobrecidas provoca el miope desprecio de las minorías intelectuales y acomodadas y la revancha final hacia todo lo que huela a elite de cualquier clase. Esta sería la propuesta por los hacedores del programa de mano y, quizá, la del propio Gurrola. La otra, que me gusta más en lo personal, se refiere a una ácida metáfora de lo que los zafios gobiernos neoliberales y las hordas de tecnócratas pueden lograr en contra de la vida intelectual. Esta es más cercana a lo que ya empieza a ocurrir en varias partes del mundo.

Juan José Gurrola (y aquí abro un paréntesis para agradecer a Angélica García Gómez el cd acerca del teatrista, elaborado bajo los auspicios del CITRU, que me obsequió) dirige en una escenografía diseñada por él mismo, que consiste en una larguísima mesa a la que sienta a sus tres actores -envuelta por una cortina de dibujos geométricos- y que es sustituida después por una más pequeña como de cafetería, en la segunda parte, en la que sólo están Jack y Elena. Los actores apenas se mueven y es con pequeñas tareas actorales (leer, jugar cartas) y con las bebidas de cada uno -coñac para Octavio, champaña para Elena, cerveza para Jack- con lo que el director muestra las diferentes identidades y las relaciones que se establecen entre ellos.

Me atrevería a decir que es una dirección impecable por contenida en los estrictos límites que Gurrola se impuso. Octavio es encarnado con prestancia por Héctor Téllez, Elena interpretada por Gabriela G. Hopkin, bien en actitud aunque con marcado acento, y es en David Hevía en quien recae el peso de la representación como el no tan doliente designado.

También en espacio muy acotado transcurren las tres obras cortas que Carmina Narro agrupó como Químicos para el amor, con tres directores diferentes y con las actuaciones del ya muy probado Hernán Mendoza y Gabriela de la Garza en tres personajes cada uno. Sabina Berman es quien aprovechó con más tino el ambiente de la cafetería del Centro Helénico para su propuesta de Round de sombras, aunque no sea el mejor de los tres ásperos y desencantados textos de la dramaturga.

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