Olga Harmony
El ogrito
Hace algún tiempo, poco, pudimos ver esta obra infantil de la quebequense Susanne Lebeau escenificada por Gervais Gadreult, director de la compañía Le Carroussel, fundada por él y por la autora. Me parece que nadie mostró indignación, incluidos los numerosos padres de familia que llevaron a sus niños y aplaudieron a rabiar un texto pleno de sencillas peripecias que pueden parecen terribles, pero que va al fondo de la búsqueda infantil de la propia identidad e incluso, si se quiere ir más allá, de la necesidad de la figura paterna y el deseo de ser aceptado como se es. En efecto, la madre de Simón, enorme niño de seis años, le ha ocultado su origen y vive temerosa de que en él se manifiesten -como de hecho se manifiestan- los inquietantes síntomas del ogro. Cuando por fin le revela la verdad, Simón ha de pasar las tres pruebas de todo cuento que lo harán un ser humano normal.
La Compañía Nacional de Teatro carece hasta la fecha de titular, por lo que es mejor hablar de que la coordinación de Teatro del INBA produjo para el Programa de Teatro Escolar la obra de Lebeau en una pulcra traducción de Cecilia Iris Fasola, revisada por Otto Minera, encomendando su dirección a Martín Acosta en una escenificación que nada debe a la original y en ocasiones la supera.
Acosta diseña también una escenografía con puertas que al correrse dejan ver varios espacios con escasos muebles que se mueven con una banda; la iluminación de Matías Gorlero, el vestuario de Martín López y la música original de Joaquín López Chas crean los necesarios ambientes. El limpio trazo del director permite que la excelente Arcelia Ramírez, como la madre, y el buen actor Alejandro Calva, como el ogrito, den cuerpo a sus personajes. En suma, una escenificación de teatro infantil de primera.
Llegamos al absurdo. La temporada del montaje dentro de Teatro Escolar no tuvo público porque los maestros se negaron a llevar a sus alumnos aduciendo que el enorme ogrito asustaba a los niños. Ahora se presenta en temporada abierta, en estreno coincidente con la presentación de la revista Paso de gato, dedicada al teatro infantil (incluye el texto de esta obra). Allí Rodrigo Johnson, el teatrista del que esperábamos mayor coherencia al frente de esta sección de la Secretaría de Educación Pública (SEP) para intervenir en lo que le atañe, explicó que cada maestro decide lo que conviene ver a sus alumnos sin tener problemas con los padres de familia.
ƑCuáles problemas?, me pregunto. Y no encuentro respuesta, porque si bien he conocido de sobra la manera en que un muy poco cultivado grupo de maestros puede rechazar una escenificación (hace poco pasó en Hermosillo con el montaje que Cutberto López realizó de Todo de a dos, de Perla Szuchmacher y Larry Silberman, que hace años tuvo ese problema en la capital) no entiendo cómo algo que propone el Instituto Nacional de Bellas Artes de manera oficial pueda ser rechazado por algunos maestros.
Hacen falta muchas cosas. Falta una cabeza al frente del departamento de Teatro Escolar capaz de debatir y explicar a los mentores cada proyecto. Hace falta no que se imponga, pero sí que se actúe con cierta firmeza por la SEP, ante los que deberían ofrecer a los alumnos un rango mayor de interpretación de la realidad envuelta en una metáfora. Sabemos que el país ocupa un doloroso penúltimo lugar en comprensión de la lectura de sus escolares y que no es con escuelas piloto que impartan inglés y computación como se resolverá el problema. Ya intelectuales de primer orden han expresado su descontento con el contenido de las bibliotecas de aula y todos estamos más que preocupados por la inclusión de grupos confesionales en la creación del Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación, por lo que se puede temer que la SEP omita cada vez más su responsabilidad en lo que se refiere a Teatro Escolar y, lo peor, sólo puedan ver los niños en un futuro obras en las que los valores de la jerarquía católica se impongan.
Por lo pronto, la negativa de esos maestros ante una nueva visión del teatro infantil es profundamente reaccionaria. Y a lo mejor lo que más falta hace es que la sociedad laica haga frente a tales extremos.