IRAK: LA GUERRA QUE VIENE
De
acuerdo con todos los indicios disponibles, que son muchos, el gobierno
de Estados Unidos ha tomado ya la decisión de lanzar una agresión
militar en gran escala contra Irak. En las oficinas de la Casa Blanca,
el Pentágono, la Agencia Central de Inteligencia y el Departamento
de Estado, la discusión no se refiere emprender o no esa aventura
bélica, sino a el momento apropiado para hacerlo, así como
la extensión de la coalición internacional que habrá
de conformarse como pantalla diplomática para el nuevo arrasamiento
del país árabe.
Las justificaciones del gobierno de George W. Bush para
este nuevo ejercicio de destrucción y muerte son pueriles. Por un
lado, y a raíz de los atentados del 11 de septiembre, el actual
ocupante de la Casa Blanca inventó la existencia del "eje del mal",
supuesta colección de regímenes que apoyarían al terrorismo
internacional, entre los cuales incluyó a Irán, Corea del
Norte y el propio Irak. Tal alianza es, por supuesto, pura ficción.
De hecho, los principales acusados por la criminal agresión contra
las Torres Gemelas y el Pentágono, Osama Bin Laden y su red Al Qaeda,
tenían su respaldo principal en el derrocado gobierno talibán
afgano, pero también en las autoridades de Pakistán y en
la casta gobernante de Arabia Saudita; es decir, en dos aliados tradicionales
de Estados Unidos en la región.
Por otra parte, los halcones de Washington, encabezados
por el vicepresidente Richard Cheney y por el secretario de Defensa, Donald
Rumsfeld, así como el propio Bush, han esgrimido la supuesta amenaza
del desarrollo, por parte del gobierno de Bagdad, de armas de destrucción
masiva, y argumentan la necesidad de derrocar a Sadam Hussein antes de
que éste logre hacerse de bombas atómicas o de rehacer su
arsenal de armas químicas y biológicas, destruido después
de la guerra del golfo Pérsico, hace una década.
La proliferación nuclear es, sin duda, un fenómeno
condenable y preocupante, pero la lucha en contra de ella no justifica
la destrucción de un país o el derrocamiento de un gobierno.
Sadam Hussein no es más ni menos sátrapa que su colega paquistaní,
Pervez Musharraf, el cual dispone, documentadamente, de armas atómicas.
Hussein no es un peor violador de los derechos humanos que los gobernantes
chinos, quienes encabezan una potencia nuclear. Las autoridades de Bagdad
pretendieron hacer en Kuwait lo que las de Tel Aviv vienen haciendo desde
hace más de tres décadas en los territorios palestinos ocupados,
y sin embargo Washington no ha movido un dedo para impedir que Israel se
hiciera de bombas atómicas. Por lo demás, el único
gobierno en la historia mundial que ha llevado a la práctica la
determinación criminal de explotar bombas nucleares en ciudades
enemigas ha sido, hasta ahora, el de Estados Unidos.
En cuanto a las armas químicas, cabe recordar que
Saddam Hussein las empleó, a fines de los años ochenta, contra
poblaciones civiles kurdas y contra concentraciones de tropas iraníes
sin que la Casa Blanca hiciera grandes aspavientos.
Los motivos reales de los preparativos bélicos
estadunidenses no están, pues, en el combate al terrorismo ni en
el afán de proteger a las hipotéticas víctimas futuras
del dictador iraquí, sino en las dificultades económicas
y políticas internas por las que atraviesa la administración
de George W. Bush; una nueva guerra abriría, en la lógica
de la Casa Blanca y de los halcones de Washington, oportunidades
para alimentar la popularidad presidencial, para imponer nuevas restricciones
autoritarias a las libertades individuales -de por sí acotadas tras
los sucesos del 11 de septiembre- y para reactivar de una vez por todas
la economía por medio de los gastos militares y la producción
y venta masiva de armamentos. Una razón adicional para la agresión
que se prepara es el rencor histórico del clan Bush -familia que
ha hecho fortuna y poder en el negocio petrolero- contra Saddam Hussein,
quien, a fin de cuentas, permanece en el gobierno 12 años después
de haber desafiado el poder imperial de Estados Unidos.
Con todo, en el terreno internacional, Washington no las
tiene todas consigo para emprender el derrocamiento violento del regimen
iraquí. Bush tiene a su favor el servilismo del secretario general
de la ONU, Kofi Annan, pero sus aliados europeos -incluido el obsecuente
Tony Blair- se han distanciado de los planes bélicos estadunidenses.
Por su parte, los vecinos de Irak, que hace una década participaron
en la coalición militar contra ese país, ahora parecen menos
dispuestos a servir de plataformas de lanzamiento para una incursión
militar contra Bagdad.
Cabe esperar, por el bien de la paz mundial, que Washington
fracase en sus intentos por conformar una alianza internacional contra
Irak, y que el pueblo de ese país ajuste por sí mismo, y
de la forma que los mismos iraquíes determinen, las cuentas pendientes
con sus gobernantes.