Luis Linares Zapata
PRI: justicia para el olvido
Durante la dilatada transición hacia una vida pública más democrática el priísmo produjo dos personajes paradigmáticos. Uno fue Luis Echeverría, y el otro Carlos Salinas. Ambos dominantes en sus respectivos tiempos y que hoy se encuentran en el banquillo hacia donde apunta el recuerdo adolorido de los ciudadanos y se espera que terminen, de una u otra manera, ante la justicia. Los cargos son serios.
A Echeverría se le acusa, por fin y ante un fiscal especial, por crímenes de lesa humanidad. Con Salinas se tienen indicios certificados de que es un vulgar ratero. Metió hasta las orejas en el presupuesto del país para llevarse, vía su asesino hermano, cantidades que, por sí mismas, dan cuenta de su pequeñez y miseria humanas. Pero, a pesar de ello, los dos tuvieron la oportunidad de convertirse en moduladores de, al menos, una parte de la historia contemporánea de México, y los dos fracasaron por sus desmedidas ambiciones y sus marcadas debilidades personales.
Echeverría debió introducir cambios profundos en el sistema completo de convivencia y no lo hizo. En la economía porque al no poder financiar el crecimiento, como se había hecho durante previas décadas de prosperidad, se inauguró el nefasto periodo de endeudamiento acelerado que aún aqueja a la nación. En el ámbito político porque, ante la tupida cerrazón autoritaria que le heredó Díaz Ordaz, se exigía apertura del ámbito público, controles efectivos a la conducta presidencial y balance en los poderes que le permitieran absorber la plural energía social y dar cabida al juego de partidos. Pero el alocado presidente, y con él un reducido grupo de colaboradores, embarcó al gobierno de la República en un ambiente centralizador, manirroto y represivo.
Cercado por la paranoia comunista desestabilizadora llevó a cabo la matanza del Jueves de Corpus (los halcones, 1971) y la guerra sucia, materia de las acusaciones que hoy se enderezan en su contra. Perdió piso y referencias hasta aspirar, sin base alguna, a la Secretaría General de la ONU, al premio Nobel de la Paz y a pretender convertirse en un efímero jefe máximo, eso sí, enriquecido. Llegó a creer que todo lo merecía sin reparar, en su trastocada carrera, en el límite, ya bien documentado, de su pequeña como confusa estatura.
En su oportunidad Salinas, a pesar de su origen fraudulento, pudo, remontar sus propios impulsos y resentimientos, normalizar las transformaciones políticas que la sociedad pedía a gritos y por todos lados. En cambio, se concentró en aprovechar para su propio beneficio y de algunos allegados la oleada mundial de adecuaciones económicas diseñadas por el acuerdo de Washington y trató con golpes de mano restaurar el autoritarismo presidencial aun a costa de la salud de la nación. Para ello le inyectó al consumo sumas inmensas de recursos, 100 mil millones de dólares con el objetivo de dar la sensación de abundancia y éxito, que desembocó, un año después de que dejó el cargo, en la quiebra del 94 y la crisis de 95.
Para desgracia de la transición, tan nefastos personajes no actuaron en solitario. Los acompañaron otros individuos, extraídos o tamizados por la burocracia dorada de Hacienda, que completan el cuadro y explican el porqué de lo difícil, de lo accidentado que ha sido el tránsito hacia una madurez democrática de la sociedad.
Dos de ellos, Miguel de la Madrid y Ernesto Zedillo, de una medianía avasalladora a no ser que se trate de beneficiar a una empresa trasnacional (que después le dará empleo) con sus, ésas sí, consistentes decisiones entreguistas, o se recale en una editorial del Estado (Fondo de Cultura Económica) para entretener el poco talento y la nula aventura, tal como lo demostró durante el sexenio que va del 82 al 88 (promedio de 0.2 por ciento de crecimiento del PIB).
El otro actor principal que completa el recuadro, López Portillo, se debate entre las ruinas de sus propias capacidades que nunca pudieron brillar cuándo y dónde se requerían. Su generosidad no le alcanzó para corregir los rumbos del criminal autoritarismo instalado por su antecesor y acabó en medio de una crisis financiera y de valores que hay que tratar de olvidar.
Pero a pesar de tan nefastos conductores en su haber, el PRI recupera la senda de las victorias electorales, esta vez en el Nayarit de todos los abandonos, tan resonantes como aquellas del carro completo que se pensaban desterradas para siempre. Esto obliga a reflexionar sobre tal fenómeno.
O se carece de memoria, individual y colectiva, para perdonar tan abrumadoramente los errores y hasta los crímenes, o tal partido es todo un continente de posibilidades, actores y programas que, a pesar de sus vaivenes, trampas, complicidades y dramas tiene el suficiente atractivo y contacto con el electorado para rehacerse y triunfar.
No quedaría completo el panorama de este corto análisis sin reparar en el resto de los partidos para entender lo sucedido en Nayarit. Lo que ahí pasó es también un recuento de la incompetencia de la oposición, tanto de la izquierda como de la derecha, y de las torpezas de un gobernador que tiene que ser echado del poder para que atienda sus múltiples negocios mal habidos.