Soledad Loaeza
Vidas paralelas
Una creencia ampliamente generalizada es que la relación entre el Poder Ejecutivo y el Legislativo ha condicionado en forma negativa los primeros dos años del presente gobierno. Se sabe que la separación de poderes es uno de los pilares constitucionales de nuestra forma de gobierno, pero se atribuyen al "gobierno dividido" algunos, si no es que todos, los males que aquejan al presidente Fox y al país. Es decir, el hecho de que los partidos de oposición tengan mayoría en el Congreso es visto por más de uno como fuente de daño para la buena marcha de la administración pública; incluso hay quienes hablan de problemas de gobernabilidad derivados de este supuesto "gobierno dividido". Desde este punto de vista la relación entre poderes no es de separación, sino de enfrentamiento.
Los estrategas del Presidente han llevado esta interpretación al grado de creer que a ojos de la opinión pública, los puntos que pierda el Congreso los gana el presidente, y apuestan el futuro a un supuesto juego de suma-cero. Sin embargo, una encuesta publicada por el periódico Reforma el 11 de abril pasado no sustenta esa visión, porque a partir de diciembre del 2001 y hasta el mes de publicación de estos resultados las curvas de niveles de aprobación y opiniones favorables del Presidente y del Congreso han seguido una trayectoria paralela: suben y bajan como si fueran de la mano.
Este comportamiento de la opinión en relación con el Poder Ejecutivo y el Legislativo puede ser interpretado de la siguiente manera: Entre los respectivos niveles de opiniones favorables del Presidente y del Congreso este último está persistentemente a la zaga del primero, --la cultura presidencialista todavía inflama nuestros corazones--; sin embargo, la opinión pública los identifica como los componentes de una sola pieza: el gobierno. Así, cuando la aprobación del Presidente disminuye, digamos, de diciembre de 2001 a febrero de 2002 pasó de 61 a 4 por ciento; la opinión favorable a propósito del Congreso también bajó de 52 a 35 puntos porcentuales. Para abril de 2002 la aprobación presidencial se había recuperado a 53, pero las opiniones favorables sobre el Congreso también aumentaron a 40 por ciento en esa misma fecha.
Buena parte de los vaivenes y los tropiezos de la Presidencia de Vicente Fox se han atribuído a que su partido no tiene la mayoría absoluta en la Cámara de Diputados y a la acción supuestamente obstruccionista de las oposiciones en el Legislativo. Esta hipótesis se ha repetido tanto que ha adquirido carácter de explicación, pero muchos funcionarios y líderes de opinión también recurren a ella para justificar las inocultables indecisiones y la incapacidad administrativa y política que han ensombrecido las expectativas del cambio que el foxismo tenía prometido. En más de una ocasión el mismo Presidente se ha referido a la disposición de fuerzas en el poder Legislativo como un problema serio para su gobierno. Expuso esta visión con acentos casi dramáticos en cadena nacional en la televisión cuando el Senado le negó el permiso para viajar a Estados Unidos, buscando conectarse directamente con la opinión pública. La denuncia exageró las tensiones entre los dos poderes, y todo parece indicar que produjo en la opinión pública un sobresalto; sin embargo, superada esa pequeña "crisis de lágrimas", por llamarla de alguna manera, las percepciones públicas volvieron al cauce que han tomado hace ya algunos años: el Presidente y el Congreso son los componentes que una unidad, y la relación armónica, pero de contrapeso, que entre ambos debe regir es una garantía de buen gobierno.
Una lectura más cuidadosa de estas curvas paralelas confirma un diagnóstico de la opinión pública que el gobierno se rehúsa a aceptar del todo: más que antipriístas, los mexicanos nos hemos declarado una y otra vez antipresidencialistas. Recordemos únicamente que en las elecciones legislativas de 1997 el PRI, el partido del entonces Presidente, perdió la mayoría absoluta en la Cámara. Fue entonces cuando primero se habló de los problemas del "gobierno dividido". Ernesto Zedillo y sus funcionarios pasaban buena parte de su tiempo trabajando con los legisladores, y aún así, varias iniciativas del ejecutivo fueron derrotadas en la Cámara, incluso con el voto de legisladores priístas que se oponían a cambios que consideraban contrarios a sus intereses y a su credo. No obstante, el presidente Zedillo jamás denunció al Poder Legislativo como un obstáculo. Si lo hubiera hecho, probablemente habría sido denunciado como un peligroso enemigo de la democracia. Pero más allá de esquivar este tipo de acusaciones, reconocía que el gobierno requería la acción conjunta con el Legislativo. La gráfica citada sugiere que esta percepción la comparten hoy amplios grupos de opinión que perciben de manera mucho más sensata que asesores y consultores politológicos, que la confrontación puede ser una buena estrategia para ganar elecciones, pero desde luego no es un instrumento de buen gobierno.