MUERTE DEL TRATADO ABM
Ayer
el gobierno estadunidense abandonó oficial y formalmente el Tratado
de Misiles Antibalísticos (ABM, por sus siglas en inglés),
que fue firmado por los entonces presidentes Richard Nixon y Leonid Brezhnev
en 1972. Con ello, llega a su fin el instrumento bilateral de prohibición
de tecnología antimisilística y se abre la puerta para una
nueva carrera armamentista y escenarios de utilización de armas
nucleares.
A lo largo de la guerra fría, los arsenales atómicos
de Estados Unidos y de la Unión Soviética, con las decenas
de miles de ojivas nucleares de ambas superpotencias, fueron una amenaza
atroz y apocalíptica para el género humano y para la vida
en el planeta; pero, al mismo tiempo, la existencia de esos arsenales,
así como la perspectiva de la Destrucción Mutua Asegurada
(MAD, por sus siglas en inglés) en caso de que hubiesen sido empleados,
evitó una confrontación bélica directa entre ambos
aparatos militares, los cuales hubieron de conformarse con medir sus fuerzas
mediante terceros en los conflictos regionales bipolares que proliferaron
desde el fin de la Segunda Guerra Mundial hasta la desaparición
de la Unión Soviética, en 1991.
El escenario MAD partía de dos premisas básicas:
la capacidad de los misiles intercontinentales de cada bando para destruir
a su contraparte y la imposibilidad de ambos para defenderse de un ataque
masivo de tales armas. La Destrucción Mutua Asegurada se constituyó,
así, en el factor central de disuasión de la guerra fría,
y ambas superpotencias firmaron el ABM con la intención de conservar
ese poder. El ex presidente Ronald Reagan (1980-1988) intentó alterar
ese equilibrio del terror mediante la Iniciativa de Defensa Estratégica
(IDE), popularmente conocida como guerra de las galaxias: un programa de
desarrollo de sistemas de defensa contra misiles intercontinentales que
buscaba colocar a Estados Unidos en capacidad de lanzar un ataque nuclear
sin temor de las represalias en ese terreno. A la postre, la IDE se reveló
como irrealizable con la tecnología y los recursos económicos
estadunidenses de la década antepasada. Ahora, cuando el temor de
una confrontación bipolar ha pasado a segundo o tercer plano, el
gobierno de George Bush hijo ha retomado y actualizado la idea y ha ordenado
la producción de sistemas menos ambiciosos para neutralizar misiles
balísticos. Para llevar adelante su idea, ha debido destruir primero
el tratado ABM.
La apuesta de Bush junior es simple: extinguida la URSS,
hay en el mundo una media docena de países, varios de ellos enemigos
de Washington, capaces de desarrollar y producir la tecnología nuclear
y balística para atacar el territorio continental de Estados Unidos.
Pero ninguno de ellos podría, además, generar defensas efectivas
contra los misiles atómicos estadunidenses. En consecuencia, si
la nación vecina cuenta con instrumentos tanto defensivos como ofensivos
en el terreno nuclear, puede incorporar bombardeos atómicos como
parte de sus planes defensivos regulares, con la certeza de que no habrá
respuesta efectiva por parte de sus enemigos reales o supuestos.
El plan sería impecable, y tal vez hasta justificable,
si las realidades estratégicas mundiales guardaran correspondencia
con las representaciones mentales que se hacen Bush y sus colaboradores.
Pero la verdad es que Irak, Irán, Corea del Norte, Libia, la red
Al Qaeda, y cualquier otro supuesto integrante del eje del mal pregonado
por Bush, carecen de las condiciones económicas y tecnológicas
requeridas para producir armas atómicas. La proliferación
nuclear es un fenómeno real, pero no se desarrolla donde dicen las
pesadillas y los delirios estadunidenses, sino en el entorno de aliados
estrechos de Washington: Israel y Pakistán, por ejemplo, han producido
y probado ya sus propias armas atómicas, y los gobiernos de ambos
países son miembros peligrosos de la comunidad internacional. No
es descabellado que, ante la eliminación del tratado ABM, las víctimas
potenciales de esos regímenes -la India y diversos países
árabes- se vean tentados a invertir sumas ingentes en el desarrollo
o la compra de sistemas antibalísticos. De esa forma, pues, Washington
ha dado un impulso inesperado, innecesario y torpe a la carrera armamentista
en el mundo.