Rolando Cordera Campos
El cambio perdido
Las señales, como se dice ahora, apuntan a serios
desajustes en el gobierno, que se ve incapaz de darle al conflicto un cauce
adecuado, no digamos productivo. El desorden violento de los días
recientes, provocado por supuestos maestros disidentes pero permitido por
la autoridad de la capital, es un botón de muestra de que el tristemente
célebre México bronco está con nosotros y no sólo
en las miserables serranías, donde todo sigue dirimiéndose
a tiros... de alto calibre.
Ninguna de esas señales del lamentable estado de
la nación son nuevas ni aparecieron como relámpagos en cielo
claro. Tampoco puede decirse que yacían por ahí, larvadas,
a la espera de que la revolución continuase su marcha. Estaban y
están en actividad y las muertes habían sido apropiadamente
anunciadas. Lo que muchos pensábamos que estaba rumbo al archivo
muerto del viejo régimen es lo que aparece de nuevo como signo ominoso
de que al país le faltan muchas millas de marcha para cantar victoria
y decir que la democracia se ha instalado plenamente como forma de gobierno.
Se trata del uso político subrepticio del conflicto social, no para
hacer avanzar causa legítima alguna, sino para buscar un entendimiento
especial con el nuevo grupo gobernante.
Las estruendosas declaraciones del gobernador de Oaxaca
sobre la matanza en Xochiltepec, debidamente coreadas en cuanto a su ligereza
por las del secretario del Medio Ambiente, coinciden con la acción
de las turbas provenientes en parte de Oaxaca contra el Senado y el Palacio
de Cobián, a pesar de que las legiones oaxaqueñas, se dice,
habían firmado ya convenios laborales; así solía ocurrir
en el pasado, cuando las marchas sobre México de supuestos damnificados
de Pemex desembocaban en opacas victorias que nadie sabía bien a
bien adónde iban, aunque sí le dieron al máximo líder
de entonces una estatura nacional que ahora capitaliza en el Zócalo,
desde donde dicta cátedra, a quién se deje, sobre cómo
controlar los ánimos y cómo no hacerse cargo de la responsabilidad
de gobernar y dar seguridad a sus mandantes. Todos los caminos se cruzan,
pero como en el viejo régimen que goza de cabal salud todo termina
en la capital de la República con reclamos de audiencia y gracia
al Presidente.
De todo esto, un solo resultado: la banalización
de la violencia y el usufructo politiquero y vil de la muerte de los pobres.
Cuando no la celebración demencial de los macheteros de la desvergüenza
impune. Así está el país y qué le vamos a hacer,
dirá el aspirante a estoico, como hace casi 50 años nos dijo
Carlos Fuentes: si aquí nos tocó. Pero eso ya no consuela
a nadie y las consejas sobre la inmutabilidad de los sistemas políticos
y de poder no sirven ni para disfrutar las sobremesas.
Nada pasa, si tomamos en cuenta lo que nos informan los
medios o hacen los políticos, pero vaya que ocurren cosas si echamos
una ojeada al mundo turbulento que no cabe en la globalización a
la americana que quiso diseñar Bush, el viejo, y que ahora su hijo
busca ordenar descubriendo amigos por el mundo. Nuestro país y su
gobierno son parte de esta ola amistosa, pero nuestra capacidad real, política
y económica, para aprovecharla, está cada vez más
en entredicho. Y no por los aprendices de brujo que chantajean con el tipo
de cambio, sino por quienes nos observan y estudian y recomiendan inversiones
y otras cosas.
Los políticos parecen haber decidido renunciar
a la política, en consonancia con la renuncia del gobierno a darle
sentido de futuro al Estado. Vivimos la calma chicha, pero las tormentas
vienen y vendrán en verano, otoño e invierno, hasta que podamos
saber si la sociedad adulta, que ha votado y botado a los que antes mandaban,
quiere seguir por el curso que ella misma abrió en las jornadas
portentosas de 1994, 1997 y 2000. No lo sabemos, pero sí podemos
estar seguros que muchos de los que sufragaron saben y sienten, y ya resienten,
que su mandato no fue acatado ni por los triunfadores en la justa presidencial
ni por los que gracias también a los votos se quedaron para compartir
el poder... y se niegan a hacerlo, porque al parecer no se resignan a vivir
en la pluralidad que nunca da todo a uno solo.
Darle a la política su vieja dignidad de matraz,
en el que se dirime el conflicto y se civiliza progresivamente a la sociedad,
es la tarea crucial a la que han renunciado los políticos so pretexto
del cambio democrático. Para no tocarlo ni con el pétalo
de un acuerdo serio, los demócratas ceden sus trastos a los jueces
y todos prefieren jugar al avestruz cuando de encarar las turbulencias
se trata. Nos mal acostumbramos a hablar del gobierno como si éste
fuera cosa del presidente en turno. Nos olvidamos que la responsabilidad
de gobernar una república, más si ésta es democrática
y representativa, corresponde a los tres poderes que, además, son
siempre constituidos y renovados en y desde la pluralidad.
El cambio democrático va más allá
de echar al PRI de Los Pinos y, desde luego, de la mecánica electoral
que a su vez debería estar por encima de los abusos a que ahora
los políticos quieren someter al IFE, seguramente porque han llegado
a la conclusión de que ya no les importa tanto. De seguir así,
sólo hay una terminal para este cambio perdido y no se llama democracia.