Hermann Bellinghausen
Estampas desde el vientre de la ballena
I. NEGROS DE HARLEM. Una espesura, una especie de selva negra de gente acunada en las escaleras, en las banquetas, a la sombra de las fachadas iguales, cochambrosas y antiguas. Los hombres son altos, casi masivos, y las mujeres arrancan del suelo su cuerpo abundante, como si de ellas dependiera la creación de un mundo. Su origen en Manhattan se pierde en las brumas del cruel Atlántico en algo más que sólo siglos y una historia sin historia.
Su vaivén urbano, la única evidencia disponible para ellos, traga humo y cemento, es rotundo, trama síncopas de verbosidad rapera que retumba para temblor del viento que se encañona en las calles de la isla. Mal domesticados por el amo, han tenido que acuñar su propia lengua, incandescentes y a la vez encadenados a una letanía embrutecedora y tiránica. Liberan su voz del opio de los pueblos a través del canto que guía la danza, las piernas atléticas, la filarmonía de las caderas, los dedos largos y expertos. Su presunta violencia se hace filigrana, y de la hostilidad en medio de la cual han vivido sacan la humanidad extrema de todo ese jazz.
El sol de la tarde se empina sobre la avenida Martin Luther King, sin atreverse a las calles del cien en adelante, sus callejones y agujeros. Black is the color, aquí no hay otro. Entre lo que sube y lo que baja, el corazón de Harlem permanece enmedio. En callejones perdidos, en el halo más negro.
II. ESQUINA DE BARRIO. En las inmediaciones del acceso al tren subterráneo en el barrio mexicano y salvadoreño de La Misión, dos policías blancos y bigotones, inmaculadamente uniformados de azul oscuro, acechan a los negros y los homeless que pasan el día agitados y ociosos en la plazoleta de la esquina. "Oro en la paz, fierro en la guerra", reza en castellano la insignia dorada en el antebrazo izquierdo de los agentes del Police Department. Sus uniformes almidonados, sus gorras rígidas y sus movimientos acerados son una armadura de trapo inspirada en Robocop. Desde la acera de enfrente señalan acusadoramente a los negros, los conocen de nombre y pecado.
Los policías entran al café de la esquina, piden una galleta y hacen tiempo sin quitar la vista de los vidrios. Una mano la mantienen ocupada en agitar garrotes negros; la otra oscila entre el vaso desechable y la galleta. Al cinto llevan sendos cinturones constelados de fundas para portar gases paralizantes, picana eléctrica, una lámpara grande como marro, equipo de radiocomunicación, localizadores, esposas abiertas, una poderosa pistola de escuadra y su cargador adicional.
Encarnan todo el poder. Controlan la escena. Cruzan la calle en dirección a la plazoleta y van directo al acechado. Un policía engulle el último bocado de galleta y se sacude las migajas de los dedos. El otro ordena ponerse de pie a un hombre joven, negro, sentado en el barandal de una jardinera. Entre que lo paran, lo interrogan, lo catean y lo zarandean transcurre menos de un minuto. No le encuentran nada pero igual se lo llevan. Los acompañantes del detenido lucen sacadísimos de onda, aterrados. Él camina cabizbajo, esposado; los policías en cada flanco ríen, ríen feroces y lo humillan con amenazas y burlas que los ponen de mejor humor todavía.
III. CUERO TORMENTOSO. El origen de su belleza quizá sea japonés, pero es difícil saberlo en el melting pot de San Francisco, más impredecible y exitoso que un buen experimento genético "de punta". Hembra inacional que subvierte cualquier concepto de "raza", combina el trazo de un Hiroshige, una piel de taza de té, una mediterránea cabellera bruna y el cuerpo alado de una sirena homérica en aguas internacionales. Su mitad inferior la unta un pantalón de cuero tan justo que parece pintado.
Mezcla intemporal de Audrey Hepburn y Aki Ross, sale del edificio con rumbo al día. Viste un top adherido a la mitad superior del torso, en este caso la pieza es plástico negro imitación cuero. Surca su espalda un haz de latigazos todavía frescos. Palpitan hinchados, simétricos cardenales encendidos. Ella luce bien, y exhibe las heridas como parte de su indumentaria. En el país de las actitudes, ya encontró la suya. Alza la vista al segundo piso del edificio, fachada de madera azul celeste y marcos marrón. Un relámpago de pasión brilla en sus ojos negros, levemente rasgados sobre la piel tan blanca, tan Aki Ross, saluda al gran mulato caribeño-caucásico, torso bien trabajado, bien tallado, macizo y sin camiseta, que asoma al balcón.
El hombre, no menos inacional, arroja a la calle un puñado de besos salvajes que ella bebe como fiera, le ronronea, gruñe y enseña las uñas. Él también sonríe. No todo animal es triste después del coito. Ella alcanza la portezuela de su Cavalary color acero, la abre, aborda, cierra, enciende el motor, arranca. El mulato desaparece. Del balcón ya sólo asoman dos agitadas cortinas blancas. Circula multitud de gente en la calle. Mucho tráfico. Los predicadores dominicanos en la esquina pierden su tiempo. Mucho sol. (Y enseguida, como si la estampa anterior necesitara explicación, un cartel en el muro del café latino anuncia la tienda de ropa Stormy Leather. En la imagen, dos mujeres de cuidado aspecto punk, ceñidas en cueros y estoperoles, enseñan la lengüita filosa y clavan las agujas del tacón de sus botas en las carnes rojas de una leyenda en letras góticas: "No te prohibas nada".)