Y la sintetizo brutalmente. Fox fue un extraordinario candidato y un
presidente del cual, cumplida una cuarta parte del viaje, podemos decir
que es honesto y tiene buenas intenciones. Me pregunto si es suficiente
para un país que necesita despertarse del largo sueño priísta,
hacer la cuenta de los daños y comenzar por otro lado su vida colectiva.
Un extraordinario candidato, repito, pero un presidente que no asume a
plenitud su tarea de orientar el cambio sabiéndose parte de la búsqueda
de lo mejor de una entera sociedad. Hasta ahora, señales confusas,
chispas, promesas que se desinflan en la marcha. Como si nadie se diera
cuenta de las rocas a ras del agua.
Estamos aún muy cerca de la fuerza gravitatoria del pasado. Describámoslo,
entonces, este pasado en que se formaron cabezas y estructuras. Por décadas,
el PRI utilizó las causas justas (laicismo, progreso, responsabilidad
social del Estado) para convertirlas en tapaderas de enriquecimientos semi
o parafaraónicos de una nomenklatura revolucionaria. Lo correcto
-que sigue siéndolo, pero en un contexto en que diez años
parecen 50- fue usado como escudo para disfrazar la apropiación
del Estado de parte de un partido y su archipiélago de corporaciones.
Una sofisticada estructura que terminó por pensar más en
sí misma que en gobernar el país. Y nos fuimos acostumbrando
a una corte de milagros revolucionaria que, sin embargo, extendía
la educación, ampliaba la cobertura del Seguro Social, organizaba
desfiles cívicos multitudinarios y creaba maravillosas estadísticas
sobre desempleo. Una organización partidaria, por cierto, cada vez
menos importante frente al poder del señor Presidente. En síntesis:
un partido convertido en caja de resonancia de desvaríos e intuiciones
del presidente en turno. Un partido-robot que se creía (¿se
seguirá creyendo?) revolucionario.
La maquinaria funcionaba alrededor de cuatro ejes. Primero: el presidente
gobierna México como quiera, siempre y cuando mantenga los privilegios
de una nomenklatura que, en ausencia de control social, se sirve
generosamente de los recursos públicos. Segundo: la política
la hace el presidente y todos se callan, así que el debate político
se reduce a bellos concursos de oratoria donde nadie entiende nada, incluido
quien habla. Tercero: el Estado organiza los pobres y -a pacto de conservar
y extender los privilegios de sus líderes- se cubre del manto de
representante de las mejores causas populares. Cuarto: el partido es el
depositario exclusivo de una memoria revolucionaria convertida en mito
fundacional.
Y ahora, con Fox, cuando finalmente llegó el tiempo de renovar
el escenario de escombros ideológicos e institucionales, no cambia
nada. No exageremos, no cambia nada esencial después del gran cambio
electoral. En mi memoria hecha de retazos en libertad (vigilada), se me
ocurre pensar en Kerenski: alguien que tiene el poder y no sabe qué
hacer con él. De la izquierda no me espero gran cosa, confieso culpablemente.
Con admiradores de Castro que tienden a ver el mundo con los maniqueísmos
sobrevividos a un embrollo edificante hecho de marxismo dogmático,
populismo, corporativismo y nacionalismo retórico, no hay que esperarse
alternativas reales de gobierno. Así que no quedaba más que
confiar en Fox para liberarnos de un triste teatro sobrevivido a sí
mismo. Pero, después de 18 meses, las esperanzas se han redimensionado
drásticamente. Hecha la tarea principal, parecería que la
voluntad se apagó.
Creo que Fox no le hará daño a este país y cabe
incluso la posibilidad de que en uno u otro frente nos permita avanzar.
Pero ya no es fácil alimentar la ilusión que desde el centro
de la política nacional vendrán señales de importantes
(y vitales) empresas colectivas capaces de transformar el país.
El centro está adormilado en el oleaje tranquilo cerca de la costa.
Así que ya sólo nos quedan jirones de política: la
caza a Castañeda, los segundos pisos (a confirmar la persistencia
del instinto faraónico), las llamadas telefónicas, las toallas
y demás; para entretener a la raza.
Mientras tanto vamos a velas desplegadas (es un decir) en navegación
costera, o sea justo muy cerca de las rocas que casi nos hundieron por
varias décadas. La reforma del Estado sigue en alta mar. Tenemos
un envidiable capitán de aguas bajas, razonable y bienintencionado.
Se trata de contentarse. La transición tendrá que esperar.