Un juez de carrera
Lumbrera Chico
La Comisión Taurina del Distrito Federal, en buena hora, ha ratificado en su cargo al matador de toros en retiro Ricardo Balderas como juez de la Monumental Plaza Muerta. Esta, por donde se le vea, es una decisión encomiable. Balderas había presentado su renuncia al biombo del embudo de Mixcoac al término de la temporada menos chica 2001-2002. Y lo hizo al igual que sus colegas Heriberto Lanfranchi y Manuel Gameros, que a lo largo de aquel serial llegaron al clímax en lo que a ineptitud, prevaricación y desvergüenza se refiere.
Quién sabe en mérito de qué falsas virtudes Gameros alcanzó a repetir en tan distinguido puesto. La prueba de que su reinstalación fue absurda está en el rosario de torpezas, agachadas y lamidas de zapatos a la empresa y a la delegación que administra, entre cirios y sahumerios confesionales, el panista José Espina. Lanfranchi tenía en su haber una documentada pasión por la fiesta, de la que dejó constancia en sus apreciables trabajos impresos. Ello no obstante, su absoluta falta de carácter y de amor propio lo convirtieron en un pelele de la mafia de Insurgentes.
Tanto Gameros como Lanfranchi pertenecieron a la vieja promoción de jueces que formaba cuarteta con el decano contador público, de nombre hoy olvidado, y el abogado perredista, de apellido Ochoa, que obtuvo el cargo merced a su amistad con Cuauhtémoc Cárdenas. Mientras del anciano contador no queda sino la amarga memoria de sus pifias y dislates, Ochoa inscribió en la jurisprudencia de la plaza una norma que sigue vigente y que a pesar de todo lo honrará: fue él quien impuso la obligación de anunciar los toros de rejones con los números del peso del animal en la pizarra, algo que antes de él no se acostumbraba.
Hoy, en buena hora, repito, el contador, Lanfranchi, Gameros y Ochoa se han ido del biombo, pero en lugar de todos ellos ha quedado Balderas, un hombre que durante muchos años se desempeñó como asesor de los distintos jueces en turno. A lo largo de un extenso y discreto aprendizaje, el hombre acumuló una experiencia privilegiada, que hoy lo faculta para actuar como un verdadero experto en su campo.
El caso de Balderas puede equipararse al de aquellos diplomáticos por vocación, que antes de iniciarse en el servicio público pasan por el Instituto Matías Romero de la Secretaría de Relaciones Exteriores y adquieren los conocimientos académicos necesarios para representar a nuestro país en el mundo. Esa mala costumbre, por desgracia, persiste en los usos y costumbres de la Presidencia de la República, y fue tradición de nuestros antiguos regentes capitalinos. Al designar a Balderas como único juez de la Plaza Muerta -recordando el ejemplo de don Jacobo Pérez Verdía, que tampoco requirió de "alternantes" en el biombo-, López Obrador podría conseguir lo que nadie ha hecho: ser representado por un juez de carrera, que por el sólo hecho de serlo, mucho se lo pensaría antes de denigrar su alta y digna investidura