Octavio Rodríguez Araujo
Reinventar la política
El fenómeno electoral francés es de enorme interés para gran parte del mundo, no sólo por lo que representa Francia política y culturalmente sino también porque en estas elecciones se pusieron de manifiesto varias evidencias. La primera de éstas es que la izquierda tradicional (comunista y socialdemócrata) está en quiebra. La segunda, que la derecha también tradicional -y defensora por definición del statu quo- convence cada vez menos. La tercera, que las posiciones extremas (de izquierda y de derecha) han ganado simpatías, por distintas razones. La cuarta, que los partidos políticos en general ya no son tan creíbles como lo fueron hasta hace unos 20 años.
Una de las principales razones de la pérdida de credibilidad de los partidos es su fracaso como representación política, tanto en el gobierno como en los órganos legislativos. Antes los gobiernos representaban naciones y éstas eran o tendían a ser soberanas; por lo menos ésa era la imagen para la gente común. Ahora los gobernantes son gerentes que administran en las naciones los intereses de los grandes capitalistas, sean éstos de donde sean. Este cambio no es secundario. La representación de la nación quería decir muchas cosas: protección relativa de los capitalistas nacionales y fortalecimiento del mercado interno por la vía del empleo, de aumentos salariales y del mejoramiento del nivel de vida de la población mediante prestaciones sociales tales como educación, salud, vivienda, etcétera. Ahora la idea de nación sólo sirve en casos de guerras y para preservar la estabilidad social necesaria para incentivar inversiones. Los ciudadanos son vistos como productores y consumidores, y si no producen ni consumen son prescindibles. De aquí que la política (que incluye a los partidos) sea vista como un ámbito al servicio descarnado de la economía y ésta, a su vez, al servicio de quienes la dominan mundialmente. No es casual que se haya revivido la dicotomía sociedad política-sociedad civil que durante más de medio siglo estuvo empolvándose en las bibliotecas.
Si a lo anterior se agrega que cuando los gobiernos (y los parlamentos) han estado en manos de las izquierdas tradicionales (separadas o en coalición) sus políticas no han sido muy diferentes de las de los gobiernos de derecha, resulta lógico que esas izquierdas pierdan atractivo para los ciudadanos comunes, especialmente para quienes han sido las principales víctimas de la más grande concentración de capital que se haya conocido en la historia.
Las posiciones extremas, que antes sólo convocaban a estudiantes e intelectuales, se han convertido, por otro lado, en opciones para muchos pobres y sectores de clase media baja. La ultraderecha resulta atractiva para quienes han sido víctimas de la llamada modernización económica y tecnológica (defendida tanto por las izquierdas tradicionales como por las derechas) y que, además, ven en los inmigrantes (normalmente en los países desarrollados) una competencia laboral. Culpan a los gobiernos (de derecha o de seudoizquierda) de ser demasiado flexibles en este aspecto. La ultraizquierda, en cambio, es atractiva para quienes, además de no confiar en la política y los políticos, están convencidos de que la única alternativa es la autogestión y, en el último de los casos, la combinación de la democracia participativa con la representativa. Los partidarios de la ultraderecha tienden a defender el sentido de nación, más por racismo que por nacionalismo, mientras que los simpatizantes de la ultraizquierda tienden más bien a las soluciones locales, incluso de barrio, para resistir mejor la ofensiva tanto del capital trasnacional como de los gobiernos desnacionalizados y al servicio de este capital. Ambas corrientes tienen un común denominador: la desconfianza en la política y en los políticos, especialmente en los que, con diversos matices, no proponen alternativa al statu quo sino más de lo mismo.
Con el anterior esquema interpretativo (que como todo esquema simplifica la realidad) intento demostrar que si no hubiera sido por los votos de Le Pen y el temor a que ganara, el desprestigio de la política y de los partidos en Francia hubiera sido más evidente de lo que ahora parece. Y no me parece descabellado sugerir que Francia ha sido el primer laboratorio político de lo que está por ocurrir en otros países. Por lo pronto, tendrá un presidente sin legitimidad, pues obviamente no ganó por sí mismo ni por su partido. En Francia se ha revelado, como en ninguna otra parte, la quiebra de la política, incluso de la política determinada por los medios, como ocurrió en Italia. Habrá que reinventar la política, y pronto, porque de otra manera ésta y los partidos continuarán subordinados a la economía globalizada y, más que a ésta, a los muy pocos que la dominan. Y así, Ƒpara qué la política, los partidos y las elecciones?