Elena Poniatowska
Las enseñanzas de Torres Bodet/ y III
La escritora Elena Poniatowska, en esta
tercera y última entrega, hace a Jaime Torres Bodet referirse a
los personajes que conoció y algunas de sus impresiones: ''Camus
dijo siempre -y a tiempo- toda su verdad... Para él nuestro siglo
XX era el siglo del miedo".
-En esos años, según me ha dicho usted,
realizó múltiples viajes y trató a varios gobernantes.
¿Cuáles de éstos lo impresionaron más?
-No podría mencionarlos a todos... Conservo un
recuerdo cordial del presidente de Francia, Vincent Auriol, que entendió
siempre mis dificultades y que -dentro de la medida, estrecha entonces,
de sus facultades presidenciales- me brindó siempre amistoso apoyo.
''Me impresionaron dos personajes de méritos eminentes:
en la India, la del primer ministro Nehru; y en Yugoslavia, la del mariscal
Tito. Ambos anhelaban sinceramente la paz mundial y se daban cuenta de
que la paz requeriría, ante todo, una verdadera voluntad de concordancia
y un espíritu de confianza entre los hombres y las naciones. La
educación, la ciencia y la cultura deberían fomentar ese
espíritu de confianza.
''Fui a la India en marzo de 1951. A pesar del rigor de
las castas, estratificadas en sus prejuicios, Gandhi había conseguido
hacer de la resistencia pasiva del pueblo una fuerza de cohesión
favorable a la libertad. Obtenida la independencia, se imponía otro
esfuerzo: construir un Estado sólido. ¿Creería Nehru
posible afirmar ese triunfo en algunos años?... Temo mucho que no
tuviese tal esperanza. Lo admirable, en todas sus actitudes, era que sentía
el compromiso de alentar a sus compatriotas cual si de veras la sustentase.
De ahí la sonrisa delgada de sus labios finos y misteriosos. Y,
de ahí también, la tristeza de la mirada con que sus ojos,
hondos y oscuros, contradecían la gracia de esa sonrisa.
''Dos cuestiones fundamentales interesaban entonces a
Nehru: formar los cuadros científicos y técnicos de la India
y luchar contra la explosión demográfica del país.
Al oírle, recordé una cena en Nueva Delhi, en casa de uno
de sus ministros. La esposa de nuestro anfitrión nos ofreció
varios manjares modestos, pero aceptables. Ella no probó sino un
pobre caldo y unas hierbas coriáceas y macilentas. Imprudentemente,
quise indagar si observaba un régimen. Parecía estar esperando
que le hiciese aquella pregunta, pues -con melancólico orgullo-
me contestó: sigo el régimen de mi pueblo, para el cual la
más pequeña taza de arroz es un lujo insólito.''
-Y de Tito, ¿qué puede decirme?
-Lo conocí en septiembre de 1951, cuando fui a
Belgrado. Yugoslavia atravesaba una época muy difícil. Ya
sin la ayuda soviética, se afanaba por bastarse a sí misma.
Y no siempre lo conseguía. Me llamaron la atención la serenidad,
la firmeza del gran yugoslavo. Y más aún, su fe en el desarrollo
económico que acabaría por lograr la República, de
la que era, por su autoridad, el máximo responsable.
''Admiré su capacidad de trabajo. No actuaba ni
hablaba con la suficiencia de un dictador. Sabía sonreír
y sabía mandar. Tuve ocasión de volver a verlo 12 años
después, cuando vino a México. El presidente (Adolfo) López
Mateos me confió el encargo de ir a esperarlo a Mérida. Acompañé
al mariscal y a su esposa a recorrer las ruinas de Uxmal. En esos 12 años
había transformado las condiciones sociales de su nación
y el Tercer Mundo, veía en Tito un formidable ejemplo.''
(Al oír a don Jaime, pienso que él también
sabe sonreír y sabe mandar. Ve en los demás lo que él
mismo posee, sin contar con la deferencia que él mismo tiene hacia
toda las personas.)
Ahora mismo me ofrece un cigarro...
-No, no fumo, doctor.
-Yo tampoco debería fumar... Raúl Fournier
me lo prohíbe y no cumplo...
-¿Nunca ha podido dejarlo?
-¡Lo he dejado 300 veces! (Ríe... No puedo
imaginar cómo don Jaime no logre lo que se propone. Oigo el ruido
seco del encendedor al cerrarse. Jaime Torres Bodet fuma, lo hace lenta,
pausadamente; veo sus manos con un anillo en la derecha y otro en la izquierda.
Todo en él es pulcro. Esa es una de las palabras que le corresponden:
la pulcritud. Me pregunta, con la cortesía exacta, si estoy trabajando
y en qué estoy trabajando. Me trabo, no sé que contestar;
hurgo en mi cabeza y no encuentro el más leve asomo de una idea
que flotara perdida allá adentro. Me pregunta si he leído
a los españoles y cuando le digo que no, me habla de Benito Pérez
Galdós: ''Fortunata y Jacinta, Angel Guerra y la serie
de los Torquemada. Su actitud es cálida: Escriba usted, Elenita...
Puesto que no se peina usted suéltese el pelo y escriba lo suyo.
No se meta tanto por los demás. Y lea, lea mucho en español.
Lea español, pero español del bueno''. Sonríe de nuevo.
Un minuto antes me había preguntado qué estaba leyendo y
cuando le hablé de La obra en negro, de Marguerite Yourcenar,
comentó entusiasmado una anterior, Memorias de Adriano, libro
maravilloso traducido por Julio Cortázar. Fue entonces cuando me
aconsejó que leyera a Pérez Galdós, porque me vio
cara de Los supermachos y Los agachados, y de ahí
pa'l real).
-Doctor, oí que en una de sus conferencias aludió
usted a Louis de Broglie...
-Efectivamente. De Broglie recibió en 1952 el Premio
Kalinga, instituido por la UNESCO gracias a la generosidad del señor
Patnaik, para recompensar a un sabio que se hubiese distinguido en nuestro
esfuerzo de divulgación científica. El ilustre francés
aceptó el premio con amable modestia. Como todo hombre en verdad
valioso, me pareció muy sencillo.
El XX es el siglo del miedo: Camus
-Me ha hablado usted de gobernantes y de un científico.
¿Y los escritores?
-François Mauriac y André Maurois son mis
amigos. Pero en el libro me refiero no sólo a ellos, sino a T.S.
Eliot, Gabriela Mistral, Georges Duhamel, Thornton Wilder, Albert Camus,
Pierre Teilhard de Chardin, a un poeta ciego que en 1950 era ministro de
Educación en Egipto, y por quien conservo honda estimación:
Taha Hussein. Ciego desde los tres años, poseía una amplia
cultura y a pesar de su invalidez física atestiguaba una infatigable
energía y un espíritu generoso. Gracias a él comprendí
muchos de los problemas que el gobierno del rey Faruk no sabía cómo
resolver. Se gestaba ya, entonces, la inquietud social que llevó
al poder a un hombre de las cualidades de Gamal Abdel Nasser.
-¿Y Albert Camus? A él, ¿cómo
lo conoció?
-Fui presentado, en París, a Albert Camus. Era
el más humano de los escritores franceses de su generación.
Había vivo en Argel, junto con su madre, años de privaciones.
Aquellos años le permitieron declarar que no aprendió la
libertad en Karl Marx, sino en la experiencia de la miseria. En diciembre
de 1949, cuando empecé a tratarle, acababa de hacer representar
uno de sus mejores dramas, Los justos. Recto hasta el sacrificio,
Camus dijo siempre -y a tiempo- toda su verdad. Para él, si el siglo
XVII fue el de las matemáticas, el XVIII el de la ciencias físicas
y el XIX el de la biología, nuestro siglo XX era el siglo del miedo.
Explicaba esa frase manifestando que el miedo no es una ciencia, pero que
se le emplea conscientemente como una técnica. Contra esa técnica
del miedo, ejercida con clínica asiduidad por los poderosos, elevó
siempre una voz honrada, limpia y enérgica.
Teilhard de Chardin y la jerarquía católica
-¿Y Teilhard de Chardin?
-Cierta mañana me visitó en la UNESCO. Creía
en el hombre y creía en la religión. A lo largo de pacientes
pesquisas, había descubierto el camino para conciliar -en su inteligencia-
el evolucionismo y la fe. Proclamaba a la vez su devoción a la ciencia
y a Jesucristo. Vivía en peligro de que la jerarquía católica
reprobase, en cualquier momento, su actividad. No pedía, ante el
riesgo, ninguna ayuda. Trataba sólo de que su verdad alumbrase el
sendero de los escépticos y de los ignorantes. Cuando releo ciertos
volúmenes suyos, evoco su imagen de hombre predestinado a la vida
heroica del pensamiento. Y me conforta la reflexión de que, en la
tragedia de nuestro tiempo, no todo fue solamente violencia y ruido.
(Don Jaime calla. Afuera su chofer lo espera para llevarlo
a la Academia Mexicana de la Lengua. Me despido. Atravesamos el jardín
con una fuente blanca. La casa es tan pulcra como don Jaime mismo. Recuerdo
que la última vez que lo vi fue en el sepelio del embajador Rafael
Fuentes, que solía decir risueño y orgulloso: ''¿Yo?
Yo soy el papá de Carlos Fuentes...'' Yo lo quería bien.
Era tan guapo como su hijo Carlos. Y muy caballeroso. Ese triste día,
don Jaime permaneció mucho tiempo en el panteón bajo un sol
que caía a plomo a las 3 de la tarde, sobre la nuca, sobre los hombros;
y él, solícito y dolido, no dejó un solo momento de
participar en la ceremonia. Sin duda alguna, es ésta una de las
cualidades fundamentales de don Jaime Torres Bodet: participar siempre
con señorío e inteligencia en lo que él llama ''la
tragedia de nuestro tiempo''.)