Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Martes 7 de mayo de 2002
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Cultura
Elena Poniatowska

Las enseñanzas de Torres Bodet/ y III

La escritora Elena Poniatowska, en esta tercera y última entrega, hace a Jaime Torres Bodet referirse a los personajes que conoció y algunas de sus impresiones: ''Camus dijo siempre -y a tiempo- toda su verdad... Para él nuestro siglo XX era el siglo del miedo".

-En esos años, según me ha dicho usted, realizó múltiples viajes y trató a varios gobernantes. ¿Cuáles de éstos lo impresionaron más?

-No podría mencionarlos a todos... Conservo un recuerdo cordial del presidente de Francia, Vincent Auriol, que entendió siempre mis dificultades y que -dentro de la medida, estrecha entonces, de sus facultades presidenciales- me brindó siempre amistoso apoyo.

''Me impresionaron dos personajes de méritos eminentes: en la India, la del primer ministro Nehru; y en Yugoslavia, la del mariscal Tito. Ambos anhelaban sinceramente la paz mundial y se daban cuenta de que la paz requeriría, ante todo, una verdadera voluntad de concordancia y un espíritu de confianza entre los hombres y las naciones. La educación, la ciencia y la cultura deberían fomentar ese espíritu de confianza.

''Fui a la India en marzo de 1951. A pesar del rigor de las castas, estratificadas en sus prejuicios, Gandhi había conseguido hacer de la resistencia pasiva del pueblo una fuerza de cohesión favorable a la libertad. Obtenida la independencia, se imponía otro esfuerzo: construir un Estado sólido. ¿Creería Nehru posible afirmar ese triunfo en algunos años?... Temo mucho que no tuviese tal esperanza. Lo admirable, en todas sus actitudes, era que sentía el compromiso de alentar a sus compatriotas cual si de veras la sustentase. De ahí la sonrisa delgada de sus labios finos y misteriosos. Y, de ahí también, la tristeza de la mirada con que sus ojos, hondos y oscuros, contradecían la gracia de esa sonrisa.

''Dos cuestiones fundamentales interesaban entonces a Nehru: formar los cuadros científicos y técnicos de la India y luchar contra la explosión demográfica del país. Al oírle, recordé una cena en Nueva Delhi, en casa de uno de sus ministros. La esposa de nuestro anfitrión nos ofreció varios manjares modestos, pero aceptables. Ella no probó sino un pobre caldo y unas hierbas coriáceas y macilentas. Imprudentemente, quise indagar si observaba un régimen. Parecía estar esperando que le hiciese aquella pregunta, pues -con melancólico orgullo- me contestó: sigo el régimen de mi pueblo, para el cual la más pequeña taza de arroz es un lujo insólito.''

-Y de Tito, ¿qué puede decirme?

-Lo conocí en septiembre de 1951, cuando fui a Belgrado. Yugoslavia atravesaba una época muy difícil. Ya sin la ayuda soviética, se afanaba por bastarse a sí misma. Y no siempre lo conseguía. Me llamaron la atención la serenidad, la firmeza del gran yugoslavo. Y más aún, su fe en el desarrollo económico que acabaría por lograr la República, de la que era, por su autoridad, el máximo responsable.

''Admiré su capacidad de trabajo. No actuaba ni hablaba con la suficiencia de un dictador. Sabía sonreír y sabía mandar. Tuve ocasión de volver a verlo 12 años después, cuando vino a México. El presidente (Adolfo) López Mateos me confió el encargo de ir a esperarlo a Mérida. Acompañé al mariscal y a su esposa a recorrer las ruinas de Uxmal. En esos 12 años había transformado las condiciones sociales de su nación y el Tercer Mundo, veía en Tito un formidable ejemplo.''

(Al oír a don Jaime, pienso que él también sabe sonreír y sabe mandar. Ve en los demás lo que él mismo posee, sin contar con la deferencia que él mismo tiene hacia toda las personas.)

Ahora mismo me ofrece un cigarro...

-No, no fumo, doctor.

-Yo tampoco debería fumar... Raúl Fournier me lo prohíbe y no cumplo...

-¿Nunca ha podido dejarlo?

-¡Lo he dejado 300 veces! (Ríe... No puedo imaginar cómo don Jaime no logre lo que se propone. Oigo el ruido seco del encendedor al cerrarse. Jaime Torres Bodet fuma, lo hace lenta, pausadamente; veo sus manos con un anillo en la derecha y otro en la izquierda. Todo en él es pulcro. Esa es una de las palabras que le corresponden: la pulcritud. Me pregunta, con la cortesía exacta, si estoy trabajando y en qué estoy trabajando. Me trabo, no sé que contestar; hurgo en mi cabeza y no encuentro el más leve asomo de una idea que flotara perdida allá adentro. Me pregunta si he leído a los españoles y cuando le digo que no, me habla de Benito Pérez Galdós: ''Fortunata y Jacinta, Angel Guerra y la serie de los Torquemada. Su actitud es cálida: Escriba usted, Elenita... Puesto que no se peina usted suéltese el pelo y escriba lo suyo. No se meta tanto por los demás. Y lea, lea mucho en español. Lea español, pero español del bueno''. Sonríe de nuevo. Un minuto antes me había preguntado qué estaba leyendo y cuando le hablé de La obra en negro, de Marguerite Yourcenar, comentó entusiasmado una anterior, Memorias de Adriano, libro maravilloso traducido por Julio Cortázar. Fue entonces cuando me aconsejó que leyera a Pérez Galdós, porque me vio cara de Los supermachos y Los agachados, y de ahí pa'l real).

-Doctor, oí que en una de sus conferencias aludió usted a Louis de Broglie...

-Efectivamente. De Broglie recibió en 1952 el Premio Kalinga, instituido por la UNESCO gracias a la generosidad del señor Patnaik, para recompensar a un sabio que se hubiese distinguido en nuestro esfuerzo de divulgación científica. El ilustre francés aceptó el premio con amable modestia. Como todo hombre en verdad valioso, me pareció muy sencillo.

El XX es el siglo del miedo: Camus

-Me ha hablado usted de gobernantes y de un científico. ¿Y los escritores?

-François Mauriac y André Maurois son mis amigos. Pero en el libro me refiero no sólo a ellos, sino a T.S. Eliot, Gabriela Mistral, Georges Duhamel, Thornton Wilder, Albert Camus, Pierre Teilhard de Chardin, a un poeta ciego que en 1950 era ministro de Educación en Egipto, y por quien conservo honda estimación: Taha Hussein. Ciego desde los tres años, poseía una amplia cultura y a pesar de su invalidez física atestiguaba una infatigable energía y un espíritu generoso. Gracias a él comprendí muchos de los problemas que el gobierno del rey Faruk no sabía cómo resolver. Se gestaba ya, entonces, la inquietud social que llevó al poder a un hombre de las cualidades de Gamal Abdel Nasser.

-¿Y Albert Camus? A él, ¿cómo lo conoció?

-Fui presentado, en París, a Albert Camus. Era el más humano de los escritores franceses de su generación. Había vivo en Argel, junto con su madre, años de privaciones. Aquellos años le permitieron declarar que no aprendió la libertad en Karl Marx, sino en la experiencia de la miseria. En diciembre de 1949, cuando empecé a tratarle, acababa de hacer representar uno de sus mejores dramas, Los justos. Recto hasta el sacrificio, Camus dijo siempre -y a tiempo- toda su verdad. Para él, si el siglo XVII fue el de las matemáticas, el XVIII el de la ciencias físicas y el XIX el de la biología, nuestro siglo XX era el siglo del miedo. Explicaba esa frase manifestando que el miedo no es una ciencia, pero que se le emplea conscientemente como una técnica. Contra esa técnica del miedo, ejercida con clínica asiduidad por los poderosos, elevó siempre una voz honrada, limpia y enérgica.

Teilhard de Chardin y la jerarquía católica

-¿Y Teilhard de Chardin?

-Cierta mañana me visitó en la UNESCO. Creía en el hombre y creía en la religión. A lo largo de pacientes pesquisas, había descubierto el camino para conciliar -en su inteligencia- el evolucionismo y la fe. Proclamaba a la vez su devoción a la ciencia y a Jesucristo. Vivía en peligro de que la jerarquía católica reprobase, en cualquier momento, su actividad. No pedía, ante el riesgo, ninguna ayuda. Trataba sólo de que su verdad alumbrase el sendero de los escépticos y de los ignorantes. Cuando releo ciertos volúmenes suyos, evoco su imagen de hombre predestinado a la vida heroica del pensamiento. Y me conforta la reflexión de que, en la tragedia de nuestro tiempo, no todo fue solamente violencia y ruido.

(Don Jaime calla. Afuera su chofer lo espera para llevarlo a la Academia Mexicana de la Lengua. Me despido. Atravesamos el jardín con una fuente blanca. La casa es tan pulcra como don Jaime mismo. Recuerdo que la última vez que lo vi fue en el sepelio del embajador Rafael Fuentes, que solía decir risueño y orgulloso: ''¿Yo? Yo soy el papá de Carlos Fuentes...'' Yo lo quería bien. Era tan guapo como su hijo Carlos. Y muy caballeroso. Ese triste día, don Jaime permaneció mucho tiempo en el panteón bajo un sol que caía a plomo a las 3 de la tarde, sobre la nuca, sobre los hombros; y él, solícito y dolido, no dejó un solo momento de participar en la ceremonia. Sin duda alguna, es ésta una de las cualidades fundamentales de don Jaime Torres Bodet: participar siempre con señorío e inteligencia en lo que él llama ''la tragedia de nuestro tiempo''.)

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