MAR DE HISTORIAS
Los rumores del mar
CRISTINA PACHECO
Fernando se asomó por la ventanilla para recordarme que volvería en cuanto terminara la descarga de muebles en su casa. Permanecí en la calle hasta que desapareció, seguido por el camión de Mudanzas Dávalos. Temía volver sola al departamento donde sólo quedaban ropa, fotos, cuadros y algunos objetos delicados.
Subí las escaleras temblando. Antes de abrir la puerta froté el manojo de llaves. No había pensado que en cuanto terminara la etapa final de la mudanza dejarían de ser una clave en mi vida. Consciente de que quizá iba a ser la última vez, introduje la llave en la cerradura como si estuviera realizando una pequeña ceremonia secreta.
Cerré la puerta a mi espalda y respiré, como tantas otras veces, la maravillosa sensación de sentirme en puerto seguro. Mi tranquilidad duró los segundos que me tomó descubrir en las paredes las sombras de los cuadros y en el piso una serie de cosas dispersas. Me recordaron los miembros de una muñeca sacrificada, muchos años atrás, por mi curiosidad infantil.
En aquel tiempo mi hermano Luis Antonio soñaba convertirse en torero, Aída en cantante, Olivia en monja y yo en doctora. Ninguno pudo realizar sus anhelos. Luis Antonio vende seguros, Aída atiende un servicio telefónico de emergencia, Olivia es maestra de baile regional y yo fotógrafa en el Estudio D'Carlo. Tomo fotos de credencial y pasaporte. Mis trabajos más artísticos son retratos de niños vestidos de primera comunión, quinceañeras, parejas que cumplen aniversarios de boda.
II
Pensé en Fernando. Conociendo su eficiencia, y dada la escasez de mis pertenencias, no tardaría en volver al departamento. La puntualidad y la precisión lo obsesionaban. No era el mejor momento para reflexionar acerca de si yo sería capaz de enfrentarlas. Dentro de unas cuantas horas iba a comenzar nuestra vida en común. Así nada más: sin trámites legales, foto de casamiento, ceremonias ni testigos.
Tampoco era eso con lo que había soñado de niña. En aquel tiempo me imaginaba cumpliendo, heroica, insólitas cruzadas por la salud entre los más pobres del mundo. El recuerdo de aquella expresión, olvidada tantos años, me conmovió. El vacío del departamento duplicó mi risa en el eco. Temí que otros recuerdos me asaltaran y opté por seguir con el trabajo, decidida a empacar nada más lo que pudiera ser útil y deshacerme del resto.
Seleccioné los objetos sin reflexionar demasiado. De haberlo hecho los recuerdos habrían vuelto a surgir en la despostilladura de un florero, el moho de un tenedor, la carcoma en un mantel, la nebulosidad de una fotografía. Me sorprendió que tantos objetos ahora inútiles alguna vez me hubieran parecido importantísimos, indispensables para seguir viviendo. Recordé mi llavero.
Reaccioné y me vi rodeada por un montón de bolsas y cajas donde estaban, lo quisiera o no, los desechos de mi vida. Decidí acercar los bultos a la puerta. De ese modo sería más sencillo bajarlos al garaje cuando Fernando regresará. Al terminar hice un recorrido final por los cuartos vacíos. En el último descubrí una caja de cartón.
III
El hallazgo me sorprendió. No recordaba haber dejado allí ninguna caja. Me acerqué y alcé las tapas. Tenían un olor a humedad. Permanecí unos minutos mirando las hojas de periódico que recubrían el bulto. Lo tomé con cierta inquietud, como si estuviera cometiendo un robo o una indiscreción.
Al desenrollar las páginas alcancé a leer parte de la fecha: abril de 1979. Cerré los ojos tratando de recordar qué había sucedido aquel año remoto. "Terminé la primaria". Me pareció oír otra vez a la maestra Aurora pasando lista: "López Mejía Daniel, Martínez Valles Minerva, Ponce Alvarez Marco Antonio..." En la escuela lo apodaban Medianoche a causa del lunar que abarcaba la mitad de su cara. Recordar el nombre y el detalle después de tantos años me emocionó y me permitió adivinar lo que encontraría bajo la última capa de periódico: un caracol. Rodolfo me lo obsequió el último día de clases.
IV
Aquella mañana, Rodolfo me interceptó cuando iba a mi casa. Noté más intenso el lunar en su rostro cuando me dijo: "ƑTe acompaño?" Acepté. Sin entusiasmo le pregunté si iría a la fiesta organizada para el siguiente sábado. "No creo". Por la forma en que me respondió comprendí que no deseaba seguir hablando. Insistí, pero a todas mis preguntas respondía con monosílabos. Los tomé como pretexto para deshacerme de él: "Oye, si no te gusta que platiquemos, Ƒpara qué quisiste acompañarme?"
Se detuvo. Vi acentuarse otra vez la mancha en su cara mientras sacaba de su mochila un envoltorio: "Toma: es para ti". El gesto me sorprendió.
-ƑQué es?
-Mi tesoro. Te lo regalo.
Tocada por la codicia permití que él me besara muy cerca de los labios. Luego retrocedí:
-Ya, en serio, Ƒqué es?
En lugar de responderme Rodolfo depositó en mis manos el envoltorio. Lo desenvolví. Mi entusiasmo se convirtió en decepción al ver que era un caracol.
-Y esto Ƒpara qué sirve?
Rodolfo me miró desconcertado:
-Para oír el mar. Está todo adentro.
Lo acusé de mentiroso y me limpié la cara en el sitio donde me había besado.
Rodolfo recuperó el caracol y me lo acercó al oído:
-Verás que no. Escucha. ƑOyes algo?
Negué de manera enfática, ofensiva. El protestó extrañado:
-No puede ser: Yo lo oigo siempre.
-Porque estás loco -le dije riéndome.
-Por ti, porque te quiero.
Solté una carcajada a sabiendas de que lastimaba a Rodolfo. Su mejilla manchada por el lunar inmenso tembló.
-Sé que tú no me quieres por esto... -se tocó la piel sombreada- Pero cuando me operen y me lo quiten...
-šEstás loco! -repetí-. Eso no se te va a quitar nunca.
Rodolfo dio media vuelta y se echó a correr. Abordó un camión al paso y volví a gritarle:
-šEstás loco!
Retomé el camino a casa con una sensación de horrible malestar que mezclaba el miedo de que alguien me hubiera visto con Rodolfo y la conciencia de mi pésimo comportamiento hacia él. Quizá por eso no me atreví a deshacerme del caracol.
Al llegar a mi casa lo mostré y resurgieron las supersticiones de mi abuela y la impaciencia de mi madre:
-Guarda esa porquería en alguna parte donde no estorbe, porque si me la encuentro, la tiro a la basura.
Al reencontrar el caracol en la caja me pregunté cómo algo condenado a la desaparición había sobrevivido, oculto y silencioso, a tantos cambios e inclusive a las personas mismas: mi abuela y mis padres estaban muertos y una parte de mí también: aquella de los días de escuela.
El misterio debía tener un significado. Tomé el caracol y lo acerqué a mi oído. Al cabo de unos segundos escuché un rumor. Sentí mareo, como la tarde en que conocí el mar y tuve la sensación de que las olas me arrastraban.
Empavorecida, arrojé el caracol. Por su valva arriscada salió un hilo de agua de otros tiempos. Rodolfo tuvo razón: el mar estaba allí.