Octavio Paz
Nació dos veces
María Félix nació dos veces: sus
padres la engendraron y ella, después, se inventó a sí
misma. Muchas mujeres nacen hermosas y otras, a fuerza de cuidados y afeites,
se fabrican una belleza; únicamente las actrices (y no todas: unas
cuantas) transforman su físico en una imagen, compuesto indefinible
de lo real y lo ideal, lo sensible y lo ficticio. La transformación
de la realidad en ficción y de la ficción en realidad es
el misterio de lo que llamamos arte; un misterio en el que participan,
por igual, el genio y los genes, la voluntad y la imaginación. No
es ocioso insistir en lo que distingue al actor y a la actriz de los otros
artistas, sean hombres o mujeres: la estrella no se realiza como persona
sino que se inventa, se transforma en imagen. La María Félix
que conozco y con la que a veces converso no es la misma, aunque no sea
menos verdadera, que la otra. La María-imagen no es irreal: habita
otra realidad.
Si se quiere precisar la naturaleza del encanto de María
hay que referirse, en primer término, a su belleza. Hay una canción
famosa que lleva su nombre: María Bonita. Pero María
no es bonita: es bella. ¿Bella o hermosa? Se dirá que las
dos palabras significan lo mismo. No, hay una diferencia: bello viene de
bellus, que en latín quiere decir, precisamente, bonito.
Los romanos tenían dos palabras para significar la hermosura: pulcher
y formosus. Ambas pertenecen al latín clásico; formosus
es más ilustre: aparece en Virgilio. El parentesco con forma ?que
quiere decir figura, configuración y, también, hermosura?
contribuyó probablemente, dice Corominas, a que en castellano se
conservase la palabra, a diferencia del francés y de otras lenguas
romances, que la perdieron. Hermosura implica la conjunción de dos
realidades, una física y otra moral: la proporción de los
miembros, la armonía de las facciones y la expresión. El
cuerpo es firme, ágil, esbelto, bien plantado; el rostro denota
nobleza, generosidad, grandeza de alma, valor. La grandeza colinda con
el orgullo, el desdén y la cólera; también con el
arrojo y el desprendimiento. María es generosa, altiva y valiente.
Hermosura combatiente, hermosura libre que hace pensar en las heroínas
del poema de Tasso, como Armida la maga que, "armada sólo de sus
trenzas y de una falda", penetró en el campamento de sus enemigos
y los sedujo.
A pesar de que México es un país en el que
han imperado los valores masculinos ?el padre, el patriarca, el abuelo,
el jefe, el macho?, muchas imágenes femeninas han encendido la mente
y la fantasía de los mexicanos. Unas son dulces como la Virgen de
Guadalupe, colina maternal, amparo de huérfanos; otras son abismales
e insondables como la Malinche; otras son un aullido inconsolable, un río
negro en la noche, como la Llorona; otras son risueñas y denodadas
como la Adelita de los revolucionarios. El mito de María Félix
es distinto. En primer lugar, es moderno; enseguida, no es enteramente
imaginario, como casi todos los del pasado, sino que es la proyección
de una mujer real. Nació ante nuestros ojos y nació como
un relámpago que desgarra las sombras. Fue y es un desafío
ante muchas convenciones y prejuicios tradicionales. No es extraño
que haya provocado irritaciones, despecho, calumnias. La envidia es una
forma invertida de la admiración. María Félix es una
mujer muy mujer que ha tenido la osadía de no ajustarse a la idea
que se han hecho los machos de la mujer. Es libre como el viento; dispersa
o congrega a las nubes, las parte o las ilumina con una centella, con una
mirada. Su magnetismo se concentra en sus ojos, alternativamente serenos
y tempestuosos: atraen y fulminan. Como Armida ?la comparación es
inevitable? un momento es hielo y otro fuego. Hielo que el sol desata en
arroyos, fuego que se transforma en claridad.
*Fragmento tomado del libro María Félix.
Una raya en el agua